El segundo retiro del 10% de los fondos de la AFP, después de que el primero fuera aprobado y permitido como “excepción”, y la deserción en masa de la mayoría de Chile Vamos, vienen a ser una huida hacia adelante, es decir, a un abismo. Agrava las grietas dejadas por la desinstitucionalización de los poderes públicos. El retiro, al que con desparpajo se le anuncia un tercero, no engaña a nadie en su blanco: desmontar el sistema de AFP, ese que dinamizó el mercado de capitales y evitó déficit al fisco, mejorando la mayoría de las pensiones de antes de 1981 que no estaban protegidas por gremios fuertes. Cierto, no se cumplieron las encantadoras promesas de que las pensiones serían solo poco menos que los sueldos. Fue lo que provocó el desengaño en la última década, quizás el pegamento que vinculó a otras frustraciones socioculturales que encendieron la llama del estallido.
Con los retiros se pretende hacer trizas el sistema. Los aproximadamente 200 mil millones de dólares de los fondos acumulados constituyen un botín demasiado seductor. Un gobierno de aires populistas puede con esa suma conferir por años una sensación de bienestar (un “nuevo modelo de desarrollo”) a una mayoría de la población; no solo por algunos meses como en 1971. La actitud del Parlamento en estos días da pábulo para cualquier hipótesis. Que al ser virtualmente expropiados se mantengan los derechos de propiedad individual de los fondos será declamación retórica; al ser utilizados en gastos fiscales, se irán evaporando sin remedio. Habrá muchos culpables, “la élite”, “el imperialismo”, “el neoliberalismo”, etc. Dará lo mismo y pocos gobiernos posteriores se atreverán a rectificar. No hay más que mirar al otro lado de los Andes, donde ya aparecen signos de que los jubilados no gozarán en pleno de su propiedad. Si un país se hunde en déficit, afecta a las pensiones. Cualquier política de bonos de emergencia relativamente modestos, focalizados, periódicos, aunque riesgosos, me parece sería más sana que el descalabro al que nos dirigimos.
El seguir como corderos en este camino al abismo es lo que me hace recordar el 6 de marzo de 1965, cuando la derecha política llegó a ser un actor marginal por los desastrosos resultados en las elecciones parlamentarias. Ese día se inició un camino hacia la crisis en Chile, no porque la derecha hubiese tenido propuestas y propósitos muy inteligentes (no los tenía), sino porque se perdió el equilibrio básico en un cuerpo político caracterizado por una creciente tendencia a la polarización. Se abrió de par en par la puerta al experimento y había que tener coraje cívico para ponerle límites (no hubo mucho).
El desbande de la derecha es un desenlace recurrente. Defender el Rechazo era difícil en términos de argumento político y sobre todo de propaganda. Oponerse a los sucesivos dos retiros de 10% no era popular. Pero si pretende con ese conceder (sin creer) que aumentará su popularidad en la masa esquiva, no acierta a ver que no va a ser jamás perdonada, ni ahora ni nunca. Sumarse a la ola no es alternativa. Para alcanzar el tercio o más en votos, meta cuestionable en las circunstancias posplebiscito, debe aunar fuerzas, desplegar un lenguaje que se atreva a oponerse sistemática y atractivamente al oleaje populista, como también saber apoderarse de algunas propuestas de los adversarios adaptándolas a sus finalidades estratégicas. Sobre todo, mostrar que lo ganado en estas décadas —a cuya defensa abdicó la ex-Concertación y Nueva Mayoría— es parte de lo promisorio de la sociedad moderna. Y ponerle punto final al derroche de los 200 mil millones. Si se experimenta un 1965, Chile lo expiaría.