La imagen de Leonel inclinado sobre el ataúd del Tanque Campos es la más emocionante de los últimos tiempos. Parece el óleo de una despedida triste, pero no trágica; un adiós llorado como muchos otros. Pero es, sobre todo, el retrato de una amistad hecha a fuego sobre una cancha, con la complicidad futbolera dela generosidad, en la consagración de dos hombres distintos, pero que juntos se hicieron leyenda.
Leonel, cuando tuvo problemas con la dirigencia de la U, se fue a Colo Colo para ser campeón nuevamente; Carlos Campos sencillamente se retiró. El zurdo fue rudo, emblema y contestatario, y se convirtió en entrenador. Campos fue voluntarioso, callado y hasta tierno, pese a su apodo bélico: no podría haberse sentado en un banco. Pero se hicieron dupla, símbolos, hermanos. En la selección, que defendieron en dos mundiales, y en el Ballet Azul.
Casi como una fantasía, en el triunfo sobre Perú, la pintura más hermosa no fue ni el festejo del golazo de Vidal ni el abrazo para los debutantes tras una victoria con sabor a clásico. Fue la pequeña y sobria felicitación del Rey a Claudio Bravo tras la portentosa tapada sobre el filo del descanso que permitía a la Roja irse con dos goles de ventaja al vestuario, quizás la clave para resistir los embates del segundo tiempo. Sobrio, silencioso, solitario, casi furtivo, el roce de manos en tiempos de pandemia pareció como el más efusivo de los abrazos.
Pareció allí, en ese instante, que las cosas volvían a su orden natural, al cauce victorioso de una década inolvidable; a recomponer una banda de hermanos. En el momento justo, cuando más oxígeno necesitamos y cuando, promisoriamente, comienzan a juntarse los históricos con los que inician el camino. Isla, Beausejour, Orellana y Sánchez fueron testigos presenciales.
Mucho tiempo después de su peor pena, la generación dorada disolvía -con trazos sutiles y breves- una disputa que se prolongó por demasiado tiempo. Ahora Vidal es el capitán y canta el himno con Bravo inmediatamente a su lado. Las cosas han cambiado a tal punto, que hoy saben -sabemos- de antemano que no habrá dominación total, ni sometimiento, ni presión si pausas, sino que largos momentos de angustia, cuando la pelota se nos pierda y no quede más que aguantar, con los dientes apretados, a que llegue el pitazo salvador. Lo dijo el mismo Vidal después del partido, poco antes que desde el lado de Bravo viniera una confesión digital -en las redes de su esposa- que se acercaba mucho a una disculpa.
Cuando corra el calendario nos sentaremos a mirar el tiempo que pasó con orgullosa nostalgia, tal cual lo hizo la generación del 62 tras el mejor logro en una Copa del Mundo. Cuando este grupo se haga historia, se junten cada tanto y posen los brazos sobre los hombros, quedará el recuerdo dulce de los triunfos inéditos, de las caídas más duras, de los errores cometidos. De los hombres grandes y pequeños que los dirigieron -pasando obviamente por la paciente sabiduría de Reinaldo Rueda- forjando un círculo que debería ser eterno e inquebrantable. Ojalá digan que estuvieron en tres mundiales, que supieron enseñarle a los que los sucedieron y que, como en toda familia, lo que más vale es hacerse grandes, pese a las diferencias.