Una de las mayores influencias culturales de los Estados Unidos de Norteamérica en el mundo es su concepto de ciudad y su relación con el territorio. Los colonizadores ingleses del siglo XVII se encontraron con una región vasta, sin límites y con una modesta resistencia por parte de los habitantes nativos. Así, las primeras metrópolis –puertos, la mayoría– destacan por dos características extraordinarias, comparadas con la realidad de entonces, que configuran un virtual “urbanismo de la libertad”: la ausencia de muros o de un perímetro predeterminado y la implantación de una trama regular e infinita en su proyección, capaz de acomodar a una diversidad sociocultural sobre un territorio homogéneo.
Los Estados Unidos surgen como un proyecto social basado en la libertad y el esfuerzo individual, en el capitalismo como un sistema de progreso colectivo, en la libertad de expresión y de credo (a diferencia de ciudades latinoamericanas), y en la promoción activa de la educación pública, las ciencias y las artes. Es una sociedad fundada sobre la autodeterminación del pueblo soberano, con un sistema de gobierno de representación democrática, sin más jerarquías que las que la estructura cívica necesite, de manera que los principales espacios públicos y edificios no tienen que ver con la gloria o la fortuna de linajes, sino con las insignias de la institucionalidad republicana. Todos estos conceptos se materializaron a lo largo del siglo XIX, en lo que podríamos llamar “los principios de la ciudad democrática”, precedente de los postulados del Modernismo que luego se encarnaron con fuerza al comenzar el XX.
Pero el aparente orden urbano de la magnífica ciudad estadounidense de la era industrial fue paradójicamente trastornado por las mismas fuerzas que la habían hecho surgir: la permanente y vertiginosa innovación tecnológica en medios de transporte y comunicación, sistemas constructivos, servicios. Con rapidez, la ciudad nuclear, concentrada y socioculturalmente diversa, se convirtió en una mancha informe, dispersándose sus habitantes, las vocaciones de sus barrios, los propósitos de su plan original. El sueño de la vida suburbana, originado –gracias al tranvía– en los vetustos e insalubres centros históricos europeos, aquí cobró vida propia, convirtiéndose en un modelo de urbanización y de estilo de vida sobre un territorio imaginado infinito.
Por fortuna, hoy es esa misma sociedad la que aporta una mirada revisionista sobre su modelo territorial, y revaloriza la ciudad ofreciendo posibles soluciones en busca de eficiencia, sostenibilidad y una mejor vida en comunidad.