Steve Jobs dijo alguna vez que era difícil diseñar productos a partir de estudios de opinión, porque “muchas veces la gente no sabe lo que quiere hasta que se lo muestras”. Lo mismo se puede decir de la Nueva Constitución: la gente no sabía que la quería hasta que se le propuso, y cuando se lo hizo la respaldó masivamente, como se vio en el plebiscito del 25 de octubre.
Proponer un proceso constituyente como cauce y respuesta a la crisis que estalló a fines del año era contraintuitivo. ¿Desplazar esas explosivas ilusiones de cambio hacia un objeto intangible como es la Carta Fundamental? ¿Depositar nuevamente confianza en un rito tan desgastado como es votar y elegir representantes? ¿Recuperar para la democracia a dos grupos que se habían alejado de esta, como los jóvenes y el mundo popular? ¿Hacer de la “Constitución de Pinochet” la víctima emisaria cuyo sacrificio podía producir la reconciliación?
Por ahora al menos, todo eso se ha cumplido. La conversión de la nueva Constitución en el objeto que condensa un vasto e impreciso deseo de cambio (deseo que, como se vio el 25-O, era muchísimo más amplio de lo que el establishment suponía) fue como una transubstanciación, como un milagro. Por lo mismo es hora de reconocerlo: con el acuerdo del 15 de noviembre la clase política chilena dio una muestra de liderazgo que compite a la par con la de Steve Jobs cuando lanzó el iPod y el iPhone.
Había, empero, un antecedente: lo que la misma clase política hizo en 1988, cuando derrotó a Pinochet con un lápiz y un papel, siguiendo una estrategia que fue resistida por los mismos que en noviembre se negaron a firmar el acuerdo que nos trajo al plebiscito. Esa vez, muchos daban por descontado que el régimen no aceptaría el triunfo del No, cosa que no ocurrió. Esta vez, muchos apostaron a un evento caótico cuyos resultados serían cuestionados por la opción derrotada, lo que tampoco sucedió. El espíritu cívico, la capacidad organizativa del Estado y la responsabilidad de los líderes políticos fueron más poderosos que la pandemia, la violencia y la polarización.
El reciente plebiscito reveló sin embargo un fenómeno altamente peligroso: la grieta que separa del resto de la sociedad a los grupos de mayores ingresos y educación, que en su mayor parte habita en ciertas comunas de Santiago.
Cuando vemos los resultados de las recientes elecciones estadounidenses llama la atención las diferencias entre estados y condados, así como la extrema variedad demográfica de las preferencias. Pero en Chile no se trata de esto. A nivel nacional el mapa electoral es bastante homogéneo, a excepción de esas comunas. Este hecho seguramente ayuda a explicar el masivo apoyo a una nueva Constitución, con la cual se espera alcanzar un nuevo equilibrio en la distribución del poder, de los recursos, de la protección y de las oportunidades.
“Hay que tener cuidado con crear falsas expectativas”, es lo que se escucha decir pasado el plebiscito y ya encajados sus resultados. Ojo con esto. De partida eliminar las expectativas es condenar a la depresión o a la obediencia, a la resignación o a los estallidos. Y blandirlas ahora como amenaza es insistir en la visión elitista que nos condujo hasta aquí. Es suponer que “la gente como uno” puede manejar las expectativas sin problemas, no así el resto que, como a los niños, los adultos deben dosificárselas para que no se indigesten. Esta visión no solo es falsa: para el Chile de hoy es además irritante y hasta violenta.
Los análisis que señalaban que el cambio constitucional no estaba entre las prioridades de los ciudadanos quedaron tan obsoletos como los estudios que le advertían a Steve Jobs que sus dispositivos no respondían a las necesidades de los consumidores y serían un fracaso. Pero ellos cambiaron el mundo, y para bien. ¿Por qué no podría suceder algo semejante con la nueva Constitución?