Solo, del argentino Marcelo Vera (1974), no puede tener un nombre más adecuado. El protagonista, de quien nunca sabremos cómo se llama, en palabras del actual psicoanálisis, “elabora el duelo”. Y todo eso es lo que pasa, mejor dicho, no pasa en el curso de la novela. No hay personajes, no hay acción, desde luego, no hay diálogos ni tampoco se sabe cosa alguna o, al menos hechos concretos, sobre cada hombre o mujer a los cuales se hace referencia por parte del narrador.
Decir que
Solo es una historia desolada, deprimente, oscura, fantasmal, absolutamente despoblada, es decir poco. Incluso las palabras “desolado”, “desolador”, “deprimente” (el narrador toma a diario una tonelada de psicotrópicos) se repiten una y otra vez a lo largo del relato. Nada de esto es, por cierto, criticable y cualquiera tiene el derecho a reflexionar sobre sus lúgubres estados de ánimo, cosa que Vera lleva a cabo a la perfección.
Durante el transcurso de
Solo, hay reflexiones sobre esto, lo otro y lo de más allá, predominando, como ya lo dijimos, el tono siniestro. Y hay curiosidades extremas: una biografía resumida de Marlon Brando en varias páginas, algo que parece un inventario o testamento, en letras minúsculas, con una prolija y hay que decirlo, absurda enumeración de juguetes, teleseries, mascotas, etc. En suma,
Solo es para quienes gozan de la vida y jamás se les ha pasado por la cabeza la idea del suicidio.
Las pieles, del chileno Ramón Muñoz Vela (1980), parecería estar en las antípodas del volumen recién comentado, aun cuando no es tan así. El clima general de los catorce relatos de esta antología, sin ser lo que se dice sombrío, resulta desesperanzador, triste, incluso macabro. Muñoz Vela no tiene ningún complejo para usar un chilenismo tras otro en cada una de sus historias: “¡¿vo' me vai' a dar órdenes a mí?, “¡Baratito y piñinento soi' vo'”, “y se acabó la hue'á!, me decía él así cortante como pa' que no me entrara la duda” son apenas unas pocas expresiones que pueden reproducirse sin molestar a oídos castos. Por lo demás, en el presente son el pan de cada día.
Con todo, las piezas contenidas en
Las pieles, son, por lo general, logradas, divertidas, inclusive hilarantes y siempre mordaces. No podríamos decir cuál es la mejor, porque si bien, como ya viene siendo una regla general, todas se parecen y todas son distintas, hay algunas que sobresalen. “Han pasado más de veinte años desde que tuve que huir. Veo y espío desde lejos, sin que nadie lo note, las ciudades y pueblos que conocí”. Es el principio del episodio que otorga su designación al volumen. “Ad gloriam Dei” plantea una devastadora trama en torno a una prostituta pobre y sin recursos para ganarse la vida de otra forma. “Tití” es un mono de un organillero a quien “el trabajo que le tocaba era el más sencillo: se paseaba por la ronda de gente que me venía a oír tocar el organillo y con un sombrero recolectaba las monedas”.
El resto de cada una de estas anécdotas vuelve una y otra vez a lo mismo: pobreza y miseria sin paliativos: “Huacho, huacho con rabia, huacho puro, eso era Octavio”, un quiltro cuyo dueño, Óscar, lo adoptó nadie sabe de dónde. “Rojo ubérrimo” expone las peripecias de dos mujeres solas, que viven por Departamental con Las Industrias y mediante el uso de un lenguaje sumamente crudo, se ven sujetas a toda clase de pellejerías, en un medio dominado por la música popular calificada por ellas mismas como “rasca”. “Cuatro cuchillos largos” lo dice todo en esas cuatro palabras: delincuencia, absoluto desconocimiento de la ley y el orden, ignorar deliberadamente lo que se conoce, por cierto que, deliberadamente, en
Las pieles, como conducta civilizada.
La pasta base, la falopa, las anfetaminas, la cocaína de buena y mala calidad, la yerba, el neoprén, otros estupefacientes al alcance de hombres y mujeres pobres, en ocasiones indigentes, están presentes prácticamente en cada narración de
Las pieles.
No obstante, Muñoz Vela ha optado por una prosa audaz, coloquial hasta lo incomprensible, vital, enérgica y no lo ha hecho por pose o afectación de escritor maldito, sino a que es su legítimo medio de expresión.
Así, tanto la novela del argentino como la colección del chileno, revelan un rasgo muy interesante, a fuer de intranquilizante, acerca de las condiciones bajo las cuales subsisten tantas, tantísimas personas a quienes ni siquiera nos damos vuelta a mirar cuando pasan por la calle a nuestro lado.