El día de las elecciones del 2016 en EE.UU., titulé esta columna: “Trump es Chávez”. No encuentro otra explicación para el fenómeno de este personaje del negocio especulativo, siempre al borde de la ley o más allá de ella, con la habilidad del prestidigitador para borrar las huellas. Está provisto además del talento para manejarse bien en el mundo de la farándula, también en el de la política como espectáculo. Parece que, con tanto hispano, Trump se contagió con el estilo de los caudillos latinoamericanos, en especial en lo de profundizar las divisiones al interior de su país e instituir la mentira descarada como herramienta de agitación.
Destaca su carencia de escrúpulos, a pesar de enmascararse muy a la ligera pregonando principios, también en su adhesión religiosa, la que rezuma cinismo y descreencia completa, alejado en lo que sabemos de todo sentido espiritual o práctica de creyente, salvo sus estentóreas declaraciones y ademanes cuando quiere ganar votos. Y así en todos los ámbitos, sobresaliendo el diletantismo y la egolatría; además, un conservador desprovisto de toda reverencia por el pasado concreto de su país. EE.UU. es más fuerte que todo lo que emane de la Casa Blanca o de una administración particular, aunque el sistema podría haberse defendido mejor de un Sanders presidente (de todas maneras, hubiera sido mala noticia) que de un Trump. Ahora se tiene un país al garete. Entre tanto, al provocarse una acefalia por los manotazos de Trump, las democracias desarrolladas han perdido dirigencia. O este papel lo asume EE.UU. en cuanto primus inter pares, como lo ha sido desde 1945, o no lo asume nadie. Por ello, también las democracias desarrolladas pierden su norte y comienzan a oscilar sin ton ni son.
Igual de graves son las consecuencias políticas a largo plazo para la crisis de la democracia —un tema de la agenda actual— de perpetuarse o extenderse el “estilo Trump”. Si durante su presidencia se llegara a deteriorar más allá de todo rescate, esta crisis sería inevitable en el largo plazo no solo en el resto de América —planta de raíces mal regadas—, sino que también en Europa. Para entonces tenderá a fenecer en todas partes. Hay varias enfermedades de la democracia. Una recurrente es precisamente el estilo de Trump, la patota, la lealtad perruna que exige de los suyos, su estilo de cacique o de capo, en torno a su persona que refleja una huella mafiosa, que por ahora no se expresa en prácticas criminales, pero que ya abrió la puerta hacia allá. Ningún sentido de la grandeza (que Nixon —con el que se lo compara— sí lo tenía, en especial en relaciones internacionales), o del respeto a las instituciones.
¿Que uno comparte alguna política que Trump se jacta de defender? (Le creo poco y nada.) Es que justamente en eso reside el embrujo de los demagogos, en apoderarse del megáfono y hacerse portavoces grandilocuentes con medios destemplados de fines en principio razonables; de paso convirtiéndose en pequeños capos de un sistema, degradando aquello que nos asegura cierta estabilidad: las instituciones. Siembran confusión y desconcierto. Al final dejan un vacío.
Inevitable pensar en el Chile del momento. Por suerte ha sido tierra de escasos personajes de esta catadura; sus problemas, de envergadura, han sido otros. Lo inquietante es que con bastante antelación al “estallido” se configuraban los materiales para un colapso de instituciones y prácticas, junto con un alegre zaherir a todo tipo de dirigencia y reglas del juego; y la clase política caía en el jueguito, degradándose a sí misma. Solo falta que en definitiva el genio maligno se escape de la botella.