En este intento de respuesta encontramos una amplia oferta: algunos creen que está en el bienestar económico; otros, en la autosatisfacción a cualquier precio, o en el inmediatismo de una “felicidad” efímera. Es tal la confusión al respecto que muchas personas llegan a pensar que pueden comprar la felicidad o viven buscándola en lugares donde nunca la van a encontrar. El consumo de drogas o el exceso de alcohol, por desgracia, son ejemplos recurrentes de caminos equivocados, que no llevan a la felicidad. Quizás, con cierta ironía, muchos han inventado sus falsas bienaventuranzas: felices los que tienen una buena cuenta corriente, los que se pueden comprar el auto último modelo, los que siempre triunfan, los que son aplaudidos, los que disfrutan de la vida sin escrúpulos, los que se desentienden de los problemas de los demás y de los propios, los que tienen aprobación en las redes sociales, los que beben cada fin de semana hasta quedar “borrados”, los que se drogan mintiéndose a sí mismos con respecto a la auténtica felicidad.
Para quienes profesamos la fe, la bienaventuranza no es un momento cerrado y circunscrito, no es una mercancía que se compra en el supermercado ni una experiencia efímera proporcionada por “algo”, sino que es la promesa que brota del encuentro con Cristo, que se materializa en la donación y que alcanza su plenitud en el cielo. En pocas palabras, la felicidad auténtica brota del seguimiento de Cristo, e implica amar y ser amado. Los santos, justamente, son un ejemplo de hombres y mujeres bienaventurados, que se encontraron con el Señor, que lo siguieron y que, después de la muerte, gozan de aquella bienaventuranza sin ocaso.
La felicidad cristiana, que tiene su “puerto” definitivo en el cielo prometido, tiene su preparación en el devenir de esta vida donde serán bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mt. 5, 2). El testimonio de los santos nos recuerda, justamente, no solo que ellos están felices en el cielo, sino que recorrieron un camino de preparación que incluyó la pobreza, la misericordia, el anhelo de justicia, las injurias, etc. Es que la bienaventuranza prometida por Cristo no es una alienación de la vida cotidiana, sino que es lo contrario: una propuesta para leer la historia a la luz de la fe y asumirla con todo su realismo para desentrañar en ella el hondo significado de felicidad.
Sin duda, este es uno de los desafíos de nuestro tiempo. Cambiar el estereotipo de felicidad, muchas veces anclada en una experiencia superficial, alienada del dolor, de las dificultades y de los problemas, llena de inmediatismo y cortoplacista, para comprenderla como una propuesta de sentido que, lejos de diluir la vida, la integra en toda su hondura, haciendo descubrir que todo puede adquirir horizonte de bienaventuranza cuando está en la línea del Evangelio. Se nos presenta el desafío de elegir entre tratar de asegurar nuestra pequeña felicidad y sufrir lo menos posible, sin amar, sin tener piedad de nadie, sin compartir, o bien amar buscando la justicia, estando cerca del que padece y aceptando el sufrimiento que sea necesario, porque creemos en una felicidad más honda y permanente.
No puedo dejar de subrayar que la felicidad cristiana integra la muerte en la propia ecuación, al punto de que la bienaventuranza final es después de que hemos partido de esta vida. Esta es la mayor profecía del cristianismo, que la muerte ha sido vencida, que la resurrección es una realidad y que la bienaventuranza es el norte definitivo de la Pascua.
En el día en que recordamos a nuestros hermanos mayores, todos los santos, contemplemos en ellos la victoria del amor sobre el egoísmo y sobre la muerte, veamos en ellos la promesa cumplida de la bienaventuranza plena. Seguir a Cristo lleva a la vida eterna, y da sentido al presente, a cada instante que pasa, pues lo llena de amor, de esperanza. Solo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra, pero teniendo el corazón puesto en el cielo. Solo la fe, en definitiva, es la garante de la verdadera alegría. En pocas palabras, en los santos se hace vida la promesa del Evangelio de hoy: alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos (Mt. 5, 12).
“En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: ‘Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos...'”.
(Mt. 5, 1-3)