Mi generación, en toda su variedad de opciones políticas y vocacionales, ha vivido momentos dolorosos pero también sublimes. Ha sido protagonista de procesos históricos de alcance universal, revestidos de ideologías totales que otorgaban sentido a hipotecar las vidas individuales, y marcados periódicamente por eventos con ecos wagnerianos que perduran hasta hoy. Desde luego, estos se experimentaron en forma opuesta según el lado de la vereda en que se ubicaba cada uno. Pensemos en el triunfo y el derrocamiento de Allende, en la refundación del capitalismo local, en la implantación de la Constitución de 1980, en las protestas populares contra la dictadura, en el plebiscito de 1988 y la transición democrática, en el crecimiento alocado de la economía. Lo que para unos generó una angustia inenarrable, para otros despertó una ilusión desbocada, pero todos fuimos conmovidos por una historia que parecía trascendernos y elevarnos a una condición divina, con líderes heroicos que nos empujaban a ir más allá de nuestras fuerzas, y bajo una atmósfera cultural que nos hacía sentir que estábamos inventando el mundo de nuevo.
Todo eso se fue agotando y nosotros, mi generación, acosada por sus miedos y obnubilada por sus logros, no se dio cuenta de ello. No supimos juzgar las señales. Hicimos oídos sordos a las miserias de un mundo subjetivo que no era capturado por las estadísticas económicas, las encuestas y las votaciones. Seguimos aferrados a nuestros modelos y paradigmas, con ajustes que fueron resultado de la presión antes que de quiebres intelectuales. Nos negamos, por encima de todo, a admitir que el ciclo biológico es ineluctable y que él hace crecer el temor y la nostalgia.
Pero el vapor se fue acumulando, hasta que estalló el 18-O, abriendo paso a la fabricación democrática y paritaria de una nueva Constitución. El masivo apoyo del Apruebo y las multitudinarias y pacíficas celebraciones del domingo revelan que el pueblo de Chile confía en la democracia, pero quiere cambios de fondo y los quiere ahora.
Quien nos trajo hasta aquí no fue mi generación, sino la de nuestros hijos y nietos. Ellos provocaron el quiebre, ellos crearon su épica, ellos movilizaron nuevamente las esperanzas del pueblo, ellos se volcaron masivamente a votar, ellos estallaron en gestos de alegría y esperanza que aislaron a la violencia.
Esta es la obra y la fiesta de los jóvenes. El sentimiento de ser quienes forjan la historia ha pasado a otras manos. Nosotros, los mayores, estamos aquí de invitados.
Así como el triunfo del No el 5 de octubre de 1988 inauguró un largo ciclo que tuvo como protagonista a mi generación, el colosal triunfo del Apruebo este 25 de octubre debiera ser la piedra fundacional de una nueva fase histórica agenciada ahora por nuestros descendientes. “La alegría ya viene” ha sido sucedida por “Chile cambió”. Ya era hora.
Hay que admitir que para muchos de mi generación lo sucedido es fuente de ansiedad. Lo que hay que preguntarse, sin embargo, es: ¿por qué no aplaudir que los jóvenes se rebelen contra la inercia y asuman el protagonismo en la tarea de diseñar un nuevo futuro, como nosotros mismos lo hicimos en otros momentos de la historia? Es mejor soltar y dejar la historia en sus manos, que son tanto o más hábiles y generosas de lo que fueron las nuestras. Hacerlo podría ser emancipador.
“A veces creo que solo el miedo a perderlo todo nos obliga a defender algo”, señalaba Sol Serrano al diario El País. Lo decía a propósito de la relación de los jóvenes con la democracia, “muchos de los cuales no tienen mayor conciencia de cuán fácil es perderla”. Si el 25-O ha inaugurado una nueva etapa de la democracia chilena empujada por la esperanza de los jóvenes, entonces a ellos les corresponde defenderla.