Un verdor terrible, tercer libro de Benjamín Labatut (1980), de modo categórico, pertenece a la categoría de esas obras que gustan o no gustan, sin la más remota posibilidad de términos medios. Habrá quienes se fascinarán, se entusiasmarán o bien se interesarán completamente en
Un verdor terrible. Y habrá otros que no soportarán más de unas pocas páginas de este escueto y en extremo denso ejemplar. Entre los primeros se encuentran los fanáticos o aficionados a las ciencias, a los números, a las materias inalcanzables para el vulgo, en fin, aquellos que aman lo que esté relacionado con la evolución contemporánea de la astrofísica, la astronomía, las hipótesis sobre asuntos fuera del alcance del hombre de la calle, o sea, gente común y corriente. Y entre los otros se encuentran los que acabamos de mencionar, vale decir cualquier hijo de vecino.
Un verdor terrible se compone de cuatro relatos y dos vastos epílogos más los reconocimientos de rigor. Claro que llamar “relatos” a estas piezas es ir lejos: en realidad y prácticamente sin excepción, se trata de ensayos y, como ya lo dijimos, ensayos acerca de temas incomprensibles para el grueso de los mortales, en especial la profundización en torno a las matemáticas puras. El conocimiento, el dominio, la maestría que Labatut exhibe en
Un verdor terrible son pasmosos, admirables, asombrosos.
Nadie, ni aquí ni posiblemente en ningún otro lugar, es capaz de internarse en la teoría de la relatividad de Einstein, en la velocidad de la luz a que alude Einstein cuando se refiere al oscuro físico-químico Karl Schwarzschild, a la indeterminación y la mecánica cuántica de Werner Heisenberg y Niels Bohr, a figuras como Erwin Schrödinger, Louis de Broglie, Alexander Grothendieck, Winfried Scharlau, Melissa Schneps, Jeremy Bernstein, Shinichi Mochizuki y muchos más. El problema, y uno serio, es que, si bien hay episodios de tipo personal, social o familiar, ellos sucumben ante la marejada, por llamarla de alguna manera, verbal-tecnológica de Labatut. El autor se toma demasiado en serio en su papel de… ¿portavoz, intérprete, quizá vocero de estos genios? Por supuesto que el lenguaje de
Un verdor terrible es complejo, pero al lado de expresiones obvias, trilladas, casi pueriles, como “Qué se podía saber realmente de lo que ocurría al interior de un átomo?” o “Hacer matemáticas es como hacer el amor”, ¿qué diablos significa capaz de arrugar el espacio como un trozo de papel y extinguir el tiempo como si fuera la luz de una vela? También es preciso notar, claro que ocasionalmente, un uso repetido de vocablos a la moda, como ‘epifanía' u otro de frentón erróneo: ‘bizarro' como algo extraño, desconcertante, excéntrico, en circunstancias de que, en español, ‘bizarro' es gallardo, apuesto, valiente (aunque ya nada pueda hacerse para enmendar este malentendido).
En todo caso,
Un verdor terrible vale la pena, no en el sentido de que nos sirva para internarnos en territorios inabarcables, sino, muy en especial, porque Labatut sabe muy bien cómo ligar biografías que a veces suelen ser escandalosas o, lisa y llanamente, raras, con el devenir de la tecnología moderna. La extensa narración que da el título al tomo es “Azul de Prusia” y termina con esa frase: tras una larga exposición sobre el origen de los venenos, en especial el cianuro, repasamos una parte terrible del reciente pasado europeo, cuando todos los componentes químicos “se han esparcido sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible”. Con todo, la más lograda y más larga aventura lingüística y existencial es “Cuando dejamos de entender el mundo”, que expone la extraordinaria y en gran medida desconocida carrera de Werner Heisenberg, su cercanía a la locura, sus momentos de pobreza, casi de pordiosero, la inédita originalidad de un pensamiento profundamente heterodoxo. Resulta paradójico, si no inconcebible, que quien quizá sea el intelectual alemán más importante del siglo pasado, muestre, además, rasgos psicopáticos, se conduzca de forma tan estrafalaria, lleve a cabo actos tan desconcertantes, sea, por largos períodos, incapaz de aceptar la domesticidad, parezca un orate o bien sea objeto de súbitos arranques místicos.
El resto de los cuentos (¿por qué Labatut no escribe una novela?) se ajustan, cual más, cual menos, a un cuadro de rareza al cual nuestro prosista sabe sacarle partido, porque, aun cuando todos se parecen y siguen una solución de continuidad, son genuinamente singulares.