En este extraño panorama al que se precipitó el país hace un año —carnaval y protesta, adicionados por un mundo distópico de pandemia—, nos encontramos ante su primer umbral. En estas páginas se ha hablado bastante acerca del significado de la Carta, del peligro que se transforme en una “Constitución embaucadora” que asegure el paraíso en la tierra, asignándosele una función de talismán, propio a nuestra cultura hispanoamericana, por su fuente milagrera, se afirma. Por lo mismo quizás tenga un valor curativo; con todo, algunas creencias de poco vuelo, mediante inverosímiles recovecos, pueden destrabar nudos ciegos.
Hay una alegoría en todo esto: la plaza donde se alza el monumento al general Baquedano, un símbolo central de la historia republicana, pasto favorito de las masas, en odio espontáneo y odiosidad cultivada. No está mal recordar que además del heroísmo del triunfo militar, posee una relevancia mayor, semejante a la de Prat en Valparaíso: que la Guerra del Pacífico puede ser mirada como la última piedra fundacional de la república en cultura cívica e identidad. Hay analogía en Perú y Bolivia. En una cultura de masas profundamente ahistórica como la que se vive, en especial en Chile, la destrucción de monumentos, museos e iglesias, la referencia al pasado solo como consigna, y la eliminación de su estudio en parte de la enseñanza media, constituyen reveladores signos de individualismo exacerbado de toda una generación. Puede que operen mecanismos semiconscientes por erradicar todo vestigio de legitimidad militar (aunque la violencia que acompañó las protestas ha mostrado estilo de paramilitarización de la política), y por destruir el legado de 1879 en la conciencia nacional. Y hay más.
El monumento al general Baquedano no es solo un homenaje al jefe victorioso. Hasta que las protestas violentas lo derribaron, era también el monumento al Soldado Desconocido, acertadamente erigido junto a su jefe. No fue idea surgida solo en Chile. Como parte del proceso de democratización del siglo XIX, el reconocimiento —y la gloria— pasarían a ser extendidos a todos los envueltos en el combate y en el sacrificio; no solo del jefe guerrero, según un modelo arcaico (que no muere). Justicia elemental.
Ello estuvo envuelto por un creciente repudio a la guerra en sí misma, como una mancha del espíritu humano, de manera que todos pasan a justificar sus propósitos como defensa de la paz. Hay un reconocimiento tácito a la injusticia o exigencia desproporcionada de sostener finalidades políticas a costa de sufrimientos inenarrables y de la vida de innúmeras personas, la mayoría de ellos muy jóvenes; fue piedra de escándalo recién con la experiencia de la Primera Guerra Mundial. A raíz de la Guerra de Vietnam, el soldado desconocido pasó a ser reconocido con el nombre de cada uno de los caídos inscritos en el granito. No es precisamente que por ello hayan finalizado las guerras. Habiendo una tendencia secular de disminuir los conflictos entre estados, florecen en cambio los conflictos donde la sangre llega al río. Y germinó esa dialéctica expresada por Orwell, “la paz es la guerra”.
A contrapelo, la civilización contemporánea debe representar la idea de la necesidad y legitimidad de la defensa legítima y proporcionada, junto al logro de la paz. Mantener el monumento en su integridad y en su emplazamiento actual —como que, a veces, algunos protesten por su significado— es parte de nuestro ser; somos historia. A la hora de decidir un futuro institucional, en el año y medio que resta, hay que asumir que podemos repensar nuestra existencia, solo que jamás suprimirla.