A un año del estallido del 18-O, vale la pena hacer algunas reflexiones. La primera, notar que las principales causas del estallido es difícil encontrarlas en el desempeño económico, salvo por la caída del crecimiento de los últimos años y sus efectos en la expectativas de progreso de la clase media.
En el período 1986-2013, Chile experimentó un alto crecimiento y una gran transformación económica y social. Detrás de este desempeño estuvo un conjunto de reformas de políticas e instituciones que contribuyeron a lograr y mantener la estabilidad macrofinanciera, a integrar a Chile a la economía mundial, a mejorar la eficiencia en el uso de los recursos, y a avanzar en resolver problemas en las áreas de pensiones, educación, salud e infraestructura que enfrentaba Chile en esos años. Todo esto se hizo junto con un esfuerzo en focalizar los subsidios del Estado en los grupos más necesitados.
Cada una de estas políticas públicas contribuyó con su grano de arena a estas casi tres décadas de crecimiento y transformación. La estabilidad macrofinanciera sentó las bases para reducir la incertidumbre y extender el horizonte de los negocios, estimulando la inversión y el crecimiento. La apertura externa le permitió a Chile especializarse de acuerdo con sus ventajas comparativas, acceder al flujo de ideas, conocimientos y tecnologías provenientes desde el exterior, y aumentar la competencia y la productividad. La apertura redujo además el precio relativo de los bienes de capital, contribuyendo así a impulsar la inversión.
Los resultados de estas reformas fueron espectaculares en términos de mejoras en el ingreso y el bienestar. En el período 1986-2013, el crecimiento promedio anual alcanzó 5,4%, destacando el período 1986-1997 cuando el crecimiento alcanzó una tasa promedio anual de 7,3%. El alto crecimiento del período 1986-2013 contribuyó a dar un gran salto en el PIB per cápita, acortando significativamente la distancia entre Chile y los países avanzados, y contribuyó a un avance enorme en un amplio espectro de indicadores sociales. En efecto, el PIB per cápita (en paridad de poder de compra) pasó de US$ 3.440 en 1980, cuando Chile estaba en la parte baja de los países de América Latina, a US$ 22.610 en 2013, pasando al primer lugar de la región. La mejora de los indicadores sociales de este período fue aun más impresionante. Abarca caídas en la mortalidad infantil, aumento del acceso a la vivienda, al alcantarillado y al agua potable, descenso de la tasa de pobreza, así como un notable incremento de la esperanza de vida al nacer, indicador en que Chile se ubica hoy por encima de Estados Unidos.
Contrario a lo que muchas veces se ignora, también se avanzó en mejorar la distribución de ingreso, tanto medido por el coeficiente de Gini como por el crecimiento del ingreso del 20% más pobre comparado con el 20% más rico. Pese a la expansión en la cobertura y matrícula educacional en todos los niveles, la baja calidad de la educación pública y los avances modestos en cobertura en educación temprana, muy probablemente, limitaron estos avances, particularmente en la mejora de oportunidades y en la distribución del ingreso.
Cualquier observador imparcial considera estos resultados como un gran logro de Chile y así lo han destacado, entre otros, la OCDE, el FMI, el Banco Mundial y el BID. Lo más importante es que todas estas variables están directamente asociadas a bienestar y calidad de vida, es decir, van más allá que sencillamente aumentos en ingreso promedio. De hecho, en el índice de desarrollo humano del PNUD del 2019 Chile ocupa el nivel más alto de América Latina y muy cerca de Portugal.
Sin embargo, las expectativas de progreso de una parte importante de la población se vio limitada en los últimos años como resultado de una gran caída en el crecimiento, lo que redujo las oportunidades de lograr mejores empleos e ingresos, y de la incapacidad del sistema político para acomodar sus demandas. De hecho, en el período 2014-2018, el crecimiento promedio anual fue solo 2,2%. Este magro desempeño está relacionado con una serie de factores: (1) avances en convergencia, esto es, dificultades crecientes para seguir acortando la brecha en PIB per-cápita con los países desarrollados a medida que se acorta la brecha inicial, requiriendo un esfuerzo adicional en levantar barreras a los aumentos de la productividad; (2) un descuido en el análisis de los efectos de los cambios de políticas públicas en el crecimiento, lo que no se hizo aparente hasta que llegó a su fin el superciclo de precios del cobre; (3) la incapacidad del sistema político de enfrentar los factores que limitan el crecimiento y los avances en mejorar las oportunidades, tales como la mejora en la calidad de la educación, la baja competencia en muchos servicios, y la baja eficiencia y calidad de los servicios públicos, en salud y en la administración central del Estado, entre otros.
De otra parte, por mucho tiempo las encuestas del CEP, como también la Bicentenario UC y otros estudios, mostraban que las principales demandas ciudadanas se focalizaban en la seguridad interna, la salud, la educación, las pensiones, la igualdad de trato y de oportunidades, la segregación urbana y la erradicación de prácticas abusivas y malos tratos en las empresas y en los servicios del Estado. Sin embargo, a pesar de las recomendaciones de múltiples comisiones transversales convocadas por los distintos gobiernos, se ha avanzado muy poco en resolver estos problemas.
En paralelo, la caída en el crecimiento y en el precio del cobre comenzaron a afectar los ingresos públicos y a debilitar la solvencia fiscal, limitando las posibilidades de financiar más gasto público. Las dificultades en avanzar en estas áreas hay que buscarlas, más que en los resultados económicos, en los problemas que ha tenido el sistema político para enfrentar las demandas ciudadanas sin hipotecar la estabilidad macrofinanciera y el crecimiento tendencial. De hecho, las mismas encuestas referidas más arriba muestran que los partidos políticos, el Congreso y el Gobierno, instituciones básicas de una democracia, cuentan con muy bajos niveles de confianza. Es de esperar que el proceso constitucional en curso no nos distraiga de la búsqueda de soluciones a nuestros problemas actuales y de la necesidad de seguir progresando.
Con todo, y más allá de las dificultades que hemos experimentado, los hechos de violencia no debieran tener lugar en una democracia y justamente, para controlarlos, en toda democracia el monopolio del uso de la fuerza radica en el Estado, limitado eso sí, por el respeto del Estado de Derecho. En esto se requiere también una mayor cooperación del sistema político. También se requiere en avanzar en la mejora del Estado como garante de la seguridad y de un ejercicio sano del proceso democrático.
El gran progreso chileno de los últimos treinta años enfrenta ahora un mundo al cual le va a costar recuperarse de la gran crisis del covid-19. Los problemas de Chile se hacen más difíciles de abordar con una economía mundial débil, una reducida capacidad de crecimiento interno, un sistema político con dificultades para avanzar consistentemente en soluciones a los problemas de los chilenos, y el Estado muy poco eficaz para poder controlar la violencia de manera sostenible y dentro del Estado de Derecho. En momentos como estos se requiere una colaboración mucho más estrecha de la clase política para buscar soluciones a nuestros problemas construyendo sobre los logros de los últimos 30 años. Ese es el real desafío del proceso político y constituyente, construir con base en los logros, mejorando lo que la gente requiere para desarrollarse dignamente en paz y respeto.