Son extraños tiempos para los que amamos el cine. Por un lado, nunca había sido tan fácil acceder a películas canónicas, a las obras esenciales o incluso menores de un determinado director. Hasta hace poco, ver las películas de Keaton, Cocteau, Hawks o Renoir significaba sumergirse en un oscuro ciclo de algún centro cultural, aprovechar algún viaje a Nueva York o Europa para tener la suerte de ver algo en pantalla grande o realizar complicados encargos internacionales para conseguir algunos DVD. Hoy, buena parte de su trabajo está al alcance de la mano a través de YouTube o de otras vías de internet. Lo paradójico es que el cine, como producto cultural, importa cada vez menos. El contemporáneo está atomizado —ya nadie ve las mismas películas— y el clásico se clasifica como antigualla. Pillarse hablando de Douglas Sirk es, una absoluta excentricidad. Discutir sobre series resulta mucho más factible, pero, como es fácil darse cuenta, las conversaciones rara vez van más allá de recomendar esta sobre aquella. El consumo audiovisual está claramente inclinado a su veta evasiva, que siempre ha existido.
Es de esperar que se trate de momentos, de moda.
Como consuelo para los excéntricos, están las películas. En YouTube circulan, por ejemplo, en copias restauradas, impecables, buena parte de las películas de Friedrich Wilhelm Murnau: no solo las conocidas “Nosferatu” (1922), “Fausto” (1926) y “Amanecer” (1927), sino también, entre otras, “El último hombre” (1924), un gran éxito en la República de Weimar y cinta que le valió a Murnau la invitación a filmar en California, donde al cabo de algunos años, en 1931, murió en un accidente automovilístico, con apenas 42 años de edad. Berlín era entonces el centro cultural de Europa, y Weimar, al menos entre 1919 y 1928, la sede mundial de la vanguardia cinematográfica. “El último hombre”, protagonizada por un entonces celebradísimo Emil Jannings, relata cómo el portero del lujoso hotel Atlantic, con un espléndido uniforme de botones dorados, es relegado, por viejo, a trabajar en los baños. El portero, sin embargo, no tolera la denigración y roba el uniforme para volver a su casa y, al menos allí, conservar su estatus frente a sus vecinos y queridos.
Entre sus muchos recursos, como el dramático de la luz, las sutiles distorsiones en perspectiva o el omitir casi todo uso de letreros con diálogos, Murnau busca una deliberada tensión entre una puesta en escena de gran dinamismo, con movimientos de cámara pioneros y audaces —sin los cuales es difícil concebir después el cine de Welles o Hitchcock—, y un protagonista que se ve cada vez más constreñido, físicamente inmovilizado, por el patetismo de su situación o, para ser más preciso, por el patetismo con que percibe y evalúa su situación. Despojado de su uniforme y su estatus, el viejo se muestra progresivamente derrotado, achacado, enfermo, mientras el mundo a su alrededor bulle en movimiento, lujos y despilfarro. De la mano de Jannings, Murnau exagera tanto el patetismo del viejo portero que, como bien diría después Eric Rohmer, provoca la “indescriptible timidez que siempre frena nuestra simpatía por el sufrimiento moral cuando ese sufrimiento altera visiblemente la apariencia del sujeto”. Duro como suena, el efecto es buscado: entender al portero, comprender la frágil situación en que queda la propia dignidad cuando la vejez se junta con la pobreza, y al mismo tiempo, evitar que la ola de emociones posibles, propias de lo narrado, nos cause el más mínimo confort. Rohmer lo dijo con precisión: “Nombra un trabajo, novela, pintura o filme que haya más deliberadamente despreciado exprimir nuestros corazones, al tiempo que utiliza el poder de los más tangibles efectos emocionales”. Hoy puede nombrarse: un año después de publicado el texto de Rohmer, Vittorio De Sica usaría un mecanismo no muy distinto en “Umberto D” (1952).
El último hombre
Dirigida por
F.W. Murnau.
Con Emil Jannings, Maly Delschaft, Max Hiller.
Alemania, 1924, 90 minutos.
DRAMA