Parece que a cierta edad más bien tardía es usual que en algunos caracteres, cada uno en la escala de sus posibilidades económicas, aflore la inclinación a la jardinería. Me sugiere esta súbita afición vagos presagios que no abordaré en estas líneas porque el vínculo entre el arte del jardín y la muerte, que es muy hondo y verdadero, no es el asunto que quisiera plantear aquí.
Diré que esta afición adquiere distintas figuras según la personalidad, intensidad y formación del aspirante a jardinero y, en mi caso, se cruza con una cierta holgazanería inveterada, de un lado, y una enfermiza propensión a hacerme preguntas ociosas cada vez que inicio una actividad por mínima que sea, a lo cual se añade una fantasía claramente desmadrada, del otro. De esta doble o triple limitación ha venido resultando una intervención in situ leve, precaria, intermitente, demorando la aparición de lo que cualquiera, desde el sentido común, llamaría un jardín. En cambio, en mi biblioteca —sigo prefiriendo el libro impreso— ha crecido la sección “jardines”, aunque, en desmedro de la categoría “manuales”, mayormente con ensayos de distinta índole del subgénero de lo que podría llamarse “teoría general del jardín”, es decir, libros que tratan de su historia, de la relación cultural entre el jardín y las distintas sensibilidades y mentalidades históricas, de sus grandes tipologías y familias y cómo se relacionan entre sí, de las mutuas implicancias entre los jardines, la filosofía, la antropología y la economía de cada sociedad, de la filosofía misma de los jardines y sus nexos con la teoría de los parques y del paisaje, de las representaciones de los jardines en el cine, la pintura y en la literatura, en particular, en la literatura nacional (Couve, Donoso), del jardín y la moral, porque, sin duda, existe una ética del buen jardinero en la cual adquieren el cariz de virtudes hábitos, como la crueldad, que fuera del ámbito del jardín son considerados merecidamente como vicios.
El jardín ha sido en las distintas tradiciones concebido como símbolo del paraíso, del alma, del Estado o, incluso, del universo entero y, en consecuencia, las discrepancias entre las visiones acerca de cómo entender su cultivo poseen resonancias que escapan al limitado cuadrado que se despliega detrás o delante de nuestras casas. Hoy, cuando estamos a punto de iniciar un proceso de rediseño del jardín de nuestra república, esas asociaciones y desplazamientos me mueven a crecientes meditaciones. Los más sabios jardineros, he podido entender, son aquellos que se demoran en la observación del terreno, en la evolución de la flora endémica a lo largo del año y de los años, que estudian y sopesan cada intervención y calibran sus pretensiones porque no en cualquier lugar cabe un Versalles.