Numerosas veces he ocupado esta columna para contar lo que he escuchado de periodistas y analistas extranjeros, cuya opinión acerca de Chile es a veces bastante más optimista que la que circula entre nosotros. Nadie me ha creído. Todos suponen que son historias que invento para pasar de contrabando mi propia visión, teñida por una porfiada complacencia. Esta vez cuento con pruebas incontestables. Se trata del informe firmado por Mario Castro, estratega del banco BBVA en Nueva York, del que dio cuenta este periódico. Es probable, se lee en el reporte, “que el país migre hacia una Constitución de Estado de bienestar, en la que el gobierno garantiza el acceso a servicios públicos clave, como educación, salud y pensiones, y también proporciona mecanismos para reclamar tales derechos si es necesario”. Y agrega: “más allá del alcance probable de la nueva Constitución chilena, no esperamos ver ningún cambio en los fundamentos de una economía de mercado, como la propiedad privada o un Banco Central independiente”.
¿Por qué Castro llega a esa conclusión? Quizás porque, más allá de las turbulencias que aún persisten (como la indignante vandalización de espacios públicos por jóvenes de la periferia que buscan con la violencia arrancar de su invisibilidad y frustración), Chile ha conseguido encauzar el grave desborde que experimentan sus instituciones democráticas a través del proceso constituyente. Él quedó de manifiesto en octubre pasado, pero venía de antes y se extiende hasta el presente, como se apreció en la martingala que condujo al retiro del diez por ciento y en la decisión del Gobierno de no impugnarla. En palabras del alcalde Lavín, “llevamos demasiado tiempo vistiendo un traje que ya no nos queda”; ya es hora de diseñar un “traje nuevo” que responda a un Chile que tiene nuevos dilemas, desafíos y protagonistas.
Es un fenómeno global, radicalizado por una pandemia que ha removido certezas, redefinido prioridades y redistribuido el poder y la influencia. Cuanto más rápido un país se haga cargo de este ajuste estructural, mayores serán sus posibilidades de ofrecer bienestar a sus habitantes. El proceso constituyente —debe pensar Castro, con razón— es una oportunidad antes que una fatalidad.
Quienes imaginan el constituyente como un escenario binario, en el que se enfrentan dos bloques compactos, me temo que lo están mirando con los lentes del siglo 20. La sociedad actual es más diversa, ambivalente, compleja, que la del pasado. Basta ver el Apruebo, en el que coincide un espectro que va desde Longueira a Gutiérrez. Hay una pluralidad de identidades, intereses y agendas, que se preparan para estar presentes en la deliberación que se avecina, sea en las listas de los partidos o como independientes. Todas ellas buscarán que sus demandas se acojan a cambio de concesiones en materias que para su causa son menos relevantes, lo que dará lugar a múltiples y sorprendentes coaliciones. Ningún reglamento podrá bloquear una dinámica que tiene raíces sociales y culturales tan profundas.
No hay que olvidar tampoco una de las magias de la democracia: que la correlación de fuerzas que resulta del voto secreto en una urna es muchas veces diferente de la que se observa entre quienes protestan en las calles o ejercen la violencia. La composición de la Convención Constitucional, más si es enteramente elegida, será más equilibrada de lo que algunos temen o desean. Más aún si se confirma la fragmentación de las corrientes que se definen en oposición al actual gobierno, como lo anticipó hace unos días la inscripción de las listas de candidatos a gobernadores.
Por experiencia acumulada, no aspiro a que los lectores crean en mis pronósticos. Me alienta la ilusión, sin embargo, de que le crean al señor Castro.