Es 1792. Un caminante cargado de trastos avanza por una huella rural. Se dirige a Saorge, a avisarle al monje Gabriel (Quentin Dolmaire) que la Revolución Francesa ya ha llegado a Occitania y pronto le confiscará su convento, como hace con todas las propiedades de la Iglesia. Gabriel y sus hermanos, cinco franciscanos mayores, esperan la entrada de las tropas. Y los soldados, desordenados y sangrientos, llegan a pasar la primavera en los bellos valles alejados del mundo.
Aunque mantiene su distancia y su fe, Gabriel colabora con los soldados, que le restituyen su nombre civil, François Decaze, y le encomiendan tareas de mediana importancia. Por eso, cuando las tropas y los monjes deben abandonar el convento porque llegarán otros regimientos, Gabriel-François pide que se le permita quedarse a cuidar el lugar y el capitán (Vincent Cardona) lo autoriza. Solo que la milicia deja atrás a una joven exesclava africana, Marianne (Grace Seri), a la que creen muda, porque “nunca habla”.
Es una historia mínima y breve, con muy escasos incidentes. Está estructurada en tres partes de muy similar extensión: la presentación de los revolucionarios, los trabajos de Gabriel con los soldados y el tiempo de convivencia con Marianne. De esta forma narrativa se desprende que no se trata de una película contemplativa, aunque esa inclinación tampoco le es ajena. En cambio, está poblada de referencias literarias: el guion se arma con citas tan diversas como Sade, el
Cantar de los Cantares, Ernest Bloch y las
Florecillas de San Francisco.
Es difícil imaginar una cinta más francesa, a medio camino entre Bresson y Pialat, con estas preocupaciones sobre el espíritu y el cuerpo, la cultura y la naturaleza, la duda y el instinto. Este segundo largo de Clément Schneider —el primero se situaba en el siglo XVII— es pretencioso, sin duda, salvo en una dimensión: la histórica. En cuanto se refiere al fenómeno histórico de la Revolución, está más cerca de la novela popular que del tratado; en los dos años que transcurren, la única noticia de importancia, que otra vez trae el campesino del comienzo, es que la Revolución se está debilitando. Este campesino es el emisario de una turbulencia que ocurre lejos, tan afuera de la película que no alcanza a determinarla.
Un violento deseo de felicidad es un título excesivo y equívoco; en realidad, solo repite un rayado de los revolucionarios, no es un reflejo de la situación de su protagonista. Gabriel-François rompe más de algún voto, por supuesto, pero nunca deja de ser un cura. El interés de esta película radica justamente en que no se rinde a la moda come frailes, sino que libra a sus personajes a una legítima tensión entre la contención y la libertad.
Un Violent Désir de Bonheur
Dirección: Clément Schneider.
Con: Quentin Dolmaire, Grace Seri, Vincent Cardona, Francis Leplay, Franc Bruneau, Thomas Debat, Macha Dussart.
75 minutos. En centroartealameda.tv