Cada cierto tiempo, y particularmente en tiempos convulsos y de transición como este, vale la pena volver a conversar con el “bisabuelo de piedra”. Así bautizó Joaquín Edwards Bello a Andrés Bello, el padre oculto de la patria. El bisabuelo se alegra cuando vamos a visitarlo. Ha permanecido por mucho tiempo olvidado en un billete de veinte mil pesos o detenido en el tiempo en una estatua en el frontis de la Universidad de Chile, que él mismo fundó.
Releo con mucho interés los formidables estudios “Andrés Bello: la pasión por el orden”, de nuestro Premio Nacional de Historia Iván Jaksic, y “Andrés Bello: Libertad, imperio, estilo”, del joven abogado y académico Joaquín Trujillo. Bello parece que está saliendo de un largo olvido. Por algo será. Los únicos que se le han acercado más en los últimos años han sido los jóvenes manifestantes que lo vandalizan o encapuchan. Para ellos Andrés Bello es solo una estatua más. Nadie les ha enseñado —en las exiguas clases de Historia de hoy— ni la historia ni el pensamiento de quien fuera joven igual que ellos, con sueños e ideales, que creyó en una América Unida y vio cómo esta entraba en un caos y anarquía destructiva después del convulso proceso de Independencia. Hace años vi a un joven encapuchado que se dirigía a la estatua de Bello a rayarla y me fijé que llevaba una polera con el rostro de Bolívar y el Che Guevara; estuve a punto de detenerlo y decirle: “¿Sabes quién es Andrés Bello, sabes lo que dijo Simón Bolívar de él? Te lo repito: ‘yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío; fue mi maestro cuando teníamos la misma edad y yo le amaba con respeto'”. Pero desistí de hacerlo: tal vez ni siquiera sabía quién era ese Bolívar que llevaba en el pecho. Hay una generación huérfana de contenidos, de referentes verdaderos, es una generación que se quedó sin historia, que tal vez anhela genuinamente un país y un mundo mejor, pero no hay Andrés Bellos en el horizonte que puedan darle un cauce positivo a ese idealismo, no hay maestros que les enseñen a hablar y a pensar (dos actividades íntimamente relacionadas para el bisabuelo de piedra). Hoy puede haber muchos Bolívar en potencia, pero sin un cauce que le dé forma a ese fuego juvenil (eso fue Bello para Bolívar).
Bello era un arquitecto, un pensador de la política, de las instituciones: hoy solo hay operadores políticos, de todos los signos, ávidos de poder. Es muy importante volver a estudiar a Bello. Vienen tiempos de cambio. Bello sabía que era inevitable el cambio, pero lo quería sin rupturas, porque él había visto cómo las revoluciones habían devorado a sus propios hijos, algunos amigos suyos de juventud. Bello buscó siempre el equilibrio entre la libertad y el orden, y fue un adalid del buen uso del lenguaje y entendió que la ley se basa en la palabra escrita. Por eso estudió gramática, la poesía medieval, tradujo a Virgilio. Tal vez la decadencia en curso en nuestras instituciones y en nuestra clase dirigente, en nuestra educación, se deba a la desaparición de las humanidades, la Cenicienta para los que creyeron que un país se sostiene solo por índices macroeconómicos. Bello era parte de esos fundamentos ocultos de la Patria, y cuando esos fundamentos fueron enterrados y la Farándula reemplazó a las Humanidades, el país se desfondó. Y no había nadie del tonelaje intelectual y humano de Bello para mejorar o crear mejores instituciones que las que tenemos, para reformar el lenguaje, para fundar algo parecido a lo que fue la Universidad de Chile para Chile en su tiempo.
Ni la izquierda ni la derecha farandulescas van a salvar a Chile. En 1829, Bello decía sobre Chile: “facciones llenas de animosidad, una constitución vacilante, un gobierno débil, desorden en todas las ramas de la administración”. ¿Y cómo estamos hoy? Igual, pero sin un Bello que nos piense, que nos refunde con su “pasión por el orden”: el orden humanista por cierto, base de un verdadero orden público.