La crisis gatillada en octubre de 2019, y agravada por la emergencia sanitaria desde marzo de este año, ha dejado en evidencia la incapacidad de nuestro país para articular un proyecto de desarrollo inclusivo y sostenible. El lento progreso económico en los últimos 7 años generó una enorme brecha entre las expectativas de la gente y su realidad cotidiana, lo que aumentó la desconfianza hacia las instituciones, derivando ahora en un manifiesto desencanto con el fundamentalismo de mercado. Se trata de una situación que tiene importantes consecuencias para la convivencia social y, por tanto, impide avanzar en los proyectos de futuro, especialmente porque esta realidad no está suficientemente incorporada en los múltiples diagnósticos que se han venido formulando desde hace prácticamente un año. Un debate que se mueve en un continuo marcado por la negación del problema, en un extremo, y por soluciones facilistas, en el otro.
La Encuesta Nacional Bicentenario UC 2020, recientemente publicada, muestra un preocupante descenso en las expectativas asociadas al progreso de las personas a través de la meritocracia, el emprendimiento o el esfuerzo individual, que es una de las principales promesas de la economía de mercado.
La percepción de la probabilidad de que una persona de clase media logre una buena situación económica en su vida ha bajado desde un 49% hace una década a un 20% en la actualidad; que una persona pobre logre salir de esa situación, de un 27% a 16% en diez años; que un joven con capacidad e inteligencia, pero sin recursos económicos, acceda a la universidad ha pasado de un 52% a un 31% en el mismo periodo; y la probabilidad estimada de que cualquier persona pueda iniciar su propio negocio y establecerse en forma independiente, desde un 51% a un 25% en la última década.
Estamos en presencia de un desencanto de la sociedad con el fundamentalismo de mercado, un fenómeno que puede explicarse a partir del desempeño del modelo económico: cuando el entorno externo era favorable, como en los 90 o durante el superciclo de las materias primas, parecía no haber razones para pensar en la necesidad de incorporar cambios en nuestra estrategia de desarrollo; sin embargo, cuando no se lograba sostener el crecimiento acelerado, como después de la crisis asiática o luego del fin del superciclo, había que resignarse a esperar mejores condiciones externas para retomar el vuelo. Esta dinámica fue tensionando las expectativas de la población y las posibilidades concretas de acceder a mejores oportunidades de progreso.
El avance de los grupos medios en los años de mayor crecimiento permitió una drástica reducción de la pobreza, incrementó el bienestar y alimentó las expectativas de un futuro mejor para los sectores que aspiraban a consolidar lo logrado y protegerse de cualquier evento que los llevara de vuelta a la pobreza. Pero sin el impulso externo, la capacidad del fundamentalismo de mercado de satisfacer esas expectativas se fue debilitando.
Las consecuencias son conocidas: creciente desconfianza en las instituciones y en el sistema político; baja en la cohesión social; aumento de la fragmentación de los diferentes grupos en la sociedad; y alza en la sensación de conflicto social. Estos hechos han sido registrados en diferentes estudios de opinión, pero la Encuesta Nacional Bicentenario UC 2020 muestra que esta realidad se puede deteriorar aún más.
A esto se suma que la versión criolla del modelo tiene deficiencias conocidas: un mercado de trabajo heterogéneo, de alta rotación y con baja capacitación de la fuerza de trabajo; un esfuerzo de investigación y desarrollo casi inexistente; activos locales desaprovechados; y, más en general, escasa colaboración entre los diversos actores que inciden en el desempeño del país. El avance de la economía del conocimiento y el cambio tecnológico tienden a agravar el efecto de estas faltas.
Estas deficiencias no se pueden abordar dentro del marco de las políticas vigentes, que las han generado, sino que requieren un rediseño de la forma en que se organiza la economía para servir al bien común. Este rediseño debe operar en cuatro ámbitos entrelazados:
Primero, desplegar una estrategia de innovación y transformación productiva, con una clara intencionalidad para crear nuevas capacidades en torno a las actividades que tienen mayor potencial.
Segundo, elaborar estrategias de desarrollo de los territorios a partir de las comunidades y de la gobernanza local, que consideren el contexto, la base empresarial, y los activos locales.
Tercero, organizar la acción colectiva en torno a los grandes desafíos de la sociedad, que son muy sensibles para la calidad de vida de la población, pero que no pueden ser abordados con el enfoque fragmentado de las políticas públicas.
Cuarto, institucionalizar la inteligencia colectiva a través de una gobernanza abierta, que tienda a recomponer el tejido social, utilizando las redes de colaboración para aprovechar el conocimiento distribuido que existe en la sociedad.
En síntesis, el país está enfrentado a desafíos enormes para lograr un desarrollo inclusivo y sostenible. Del mismo modo, como la pandemia exige una reacción coordinada de los diversos actores de la sociedad, reducir las desigualdades, expandir el alcance de la economía del conocimiento o hacer frente a los desafíos medioambientales son objetivos que solo se pueden enfrentar a través de la colaboración social, lo que obliga a rediseñar la forma en que organizamos la economía.