Se cuenta que son las tres mil palabras que han tenido más impacto en la historia empresarial. Las hilvanó Milton Friedman en una columna de opinión publicada por la revista dominical del New York Times el 13 de septiembre de 1970, bajo el título “La responsabilidad social de las empresas es elevar sus ganancias”. Con un estilo brillante e incisivo, acusaba a los ejecutivos que invocaban su “conciencia social” para asumir responsabilidades en materia de empleo, discriminación o medio ambiente, de haberse rendido al socialismo y de usar maliciosamente los recursos de los accionistas para fines ajenos, pues estos lo único que esperan es que su inversión les reditúe ganancias que ya sabrán ellos cómo emplear.
Aunque rompía frontalmente con la cultura de la época, la tesis de Friedman fue hecha propia progresivamente por la comunidad de negocios estadounidense, incluyendo la Business Roundtable (BRT), organización que reúne a los CEO de sus principales empresas, que la incorporó nada menos que a su declaración de principios. Desde ahí ella se propagó al mundo entero, incluyendo Chile, donde fue adoptada con particular fervor de la mano de los Chicago Boys, en especial después de las privatizaciones.
A los cincuenta años de su publicación, la columna en cuestión ha sido objeto de debate en todo el mundo. Su contenido venía siendo cuestionado desde hace ya un largo tiempo, tanto en el mundo académico como en el empresarial. Con todo, el golpe de gracia lo recibió en agosto del año pasado, cuando la BRT decidió eliminar la tesis de Friedman de sus principios: a partir de ahora, comunicó, buscaría el equilibrio entre los intereses de los accionistas últimos y los de consumidores, empleados, proveedores y comunidades locales.
Pero las cosas no han sido fáciles para la BRT. La influyente y respetada senadora Elizabeth Warren viene de remitirles una carta donde les dice que a pesar de la fanfarria con que fue hecho el anuncio, las empresas no han cumplido con lo que prometieron, gastando en cambio millones de dólares en lobby para favorecer los estrechos intereses de sus accionistas. Por lo mismo, los insta a realmente cumplir sus compromisos, a operacionalizarlos y a dar cuenta periódicamente, en forma detallada, de sus avances. Con la senadora Warren, es sabido, no se juega.
Este incidente seguramente dará motivo para anunciar, una vez más, la declinación definitiva del capitalismo. Como lo hizo hace poco el mediático filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien advirtió que el coronavirus sería para este el “golpe mortal”. Me temo, sin embargo, que ni Warren ni la pandemia terminarán con él.
Recordemos que lo básico del capitalismo es la propiedad privada de los medios de producción y su organización a través de una institución, la empresa, que se orienta a satisfacer necesidades de consumidores atomizados articulando el capital —que ejerce un rol dominante— con una fuerza de trabajo libre, actuando bajo garantías y regulaciones definidas por el Estado. A partir de este marco común convive una amplia variedad de formas de capitalismo, que han demostrado una extraordinaria capacidad para aprender de sus críticos y adaptarse a las cambiantes demandas morales, culturales, políticas y económicas. Con la pandemia, el Estado saldrá robustecido, como sucede en todos los períodos turbulentos, pero esto no se debe confundir con el fin del capitalismo. Este seguirá adelante, como de hecho ya lo está haciendo, probando una vez más su flexibilidad. Pero si se aspira a un nuevo capitalismo, habría que acelerar el alejamiento de la doctrina Friedman y tomar en serio las advertencias de la senadora Warren. Como reza el proverbio anglosajón, es hora de poner el dinero donde está la boca.