Cuando uno lee la protesta de los que se han fatigado toda la jornada, le parece ¡tan razonable!: “Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno” (Mateo 20, 12).
Pero la respuesta de Jesús (propietario de la viña) no da pie a una decisión arbitraria: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete” (Mateo 20, 13-14). Contemplamos en esta parábola que la justicia no conforma, no satisface el corazón del hombre. Lo justo es un gran bien, pero limitado ante la inmensa capacidad de amar y ser querido que tiene el hombre.
Hay unas palabras que nos pueden dar más luz sobre el criterio del Señor: “Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? (Mateo 20, 14-15).
Somos testigos de un Dios que defiende su libertad. El acto propio de la libertad es el amor. Jesús va más allá de la justicia —lo vemos también en su Pasión— y quiere ejercitar su misericordia. Si no pudiera amar, no sería libre.
Y le decimos: ¡Señor: a veces me cuesta entender las locuras de tu amor, de tu misericordia! Esto ocurre no solo cuando Él permite o quiere algo que a nosotros nos contraría, sino cuando hace el bien y no lo entendemos: “Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos —oráculo del Señor—. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Isaías 55, 8-9).
Parece increíble pero cierto: el hombre, en su ignorancia y envidia, prefiere un Dios justo, que no se aparte de sus normas y que se muestre ajeno al arrepentimiento del hombre.
Es una mala señal del alma no entender la bondad de Dios con los demás, como tampoco las “locuras” que algunos bautizados hacen cuando aman al Señor con todo su corazón: la incomprensión de un padre o de un amigo al que no parece razonable la entrega a Dios para toda la vida, o la crítica hacia esa madre que espera su cuarto o quinto hijo, los sueldos a sus trabajadores por encima del mínimo de la ley, aquel estudiante universitario que asiste a Misa durante la semana, o ese abuelo que acude —con resguardo— a su hora de Adoración Perpetua a las cuatro de la madrugada. Son tantos los ejemplos que uno ve diariamente de bautizados “incomprendidos” que se han cansado de ser meramente justos con Jesús y que han decidido amarlo con todo.
“Quiero darle a este último igual que a ti” (Mateo 20, 15). Amar es traspasar el límite de lo razonable y hacer “locuras”. ¿Cómo es tu vida cristiana? ¿No te apartas de lo mandado por Dios y la Iglesia? ¿Haces lo “suficiente” en tu relación con Jesús? Tú, que estás casado, que tienes familia, ¿imitas y cumples los mandamientos como el joven rico? Está bien, pero es poco. Una vida cristiana así no termina de convencer. Vivir la justicia no basta, hay que amar, hay que entregarse sin cálculo para ser feliz.
“Quiero darle a este último igual que a ti” (Mateo 20, 15). Es una mala señal en el alma la envidia. Es no entender el amor de Dios, no comprender su bondad y, lo que es más grave, desconocer quién soy yo para Él.
“Quiero darle a este último igual que a ti”. Dios no es un capataz, sino un Padre, que tiene muchos hijos y todos únicos. A unos los trata con justicia y a otros con misericordia: “El Señor es justo en todos sus caminos, bondadoso en todas sus acciones. Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (Salmo 144, 17-18). ¿No te animas a dejar de ser justo con él?
“Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”.
(Mt. 20, 14-15)