El reciente fallo de la Organización Mundial del Comercio (OMC), declarando que las tarifas aplicadas por Estados Unidos a la importación de productos chinos eran ilegales, ha levantado una legítima curiosidad sobre el futuro de la guerra comercial. Aunque el fallo podría leerse como un golpe para Estados Unidos y un triunfo para la posición de China, lo más probable es que poco y nada cambie. Y si algo, las cosas podrían empeorar. ¿Por qué?
Estados Unidos invocó en su defensa que las tarifas eran para proteger estándares públicos morales (Public Morals), algo que la OMC acepta como criterio para aplicar tarifas extraordinarias. De acuerdo con el fallo, las medidas proteccionistas justificadas en atentados a la competencia por parte de China o en el robo tecnológico podrían considerarse válidas en base a esta excepción. Sin embargo, la OMC estableció que Estados Unidos no entregó pruebas suficientes para validar su caso.
Los aspectos técnicos del fallo son, sin embargo, secundarios en contraste con el titular de la noticia: Estados Unidos actuó ilegalmente. Y como hoy mandan los titulares, hay que leer las repercusiones en ese código. Mascando la derrota, el gobierno de Trump ha hecho ver que este fallo confirma que la OMC dejó de ser un organismo capaz de hacerse cargo de los problemas de competencia y tecnología provenientes de China. El gobierno de Xi, en tanto, está seguramente degustando una pequeña victoria, pero no parece dispuesto a hacer mucho alarde de ella. Y la razón es simple. La OMC no tiene mucho pito que tocar en la guerra comercial, y estirar el elástico puede llevar a Estados Unidos a patear el tablero y salirse de la organización.
Independiente de que esto suceda o no, la disputa entre peces gordos tiene a la OMC como el jamón del sándwich. La institución con sede en Ginebra no es capaz de jugar un papel importante en una discusión que tiene dimensiones políticas, económicas, tecnológicas y militares de alto alcance.
La poca relevancia de la OMC en esta disputa es indicativa de cómo se viene la cosa para países pequeños como Chile. Si las instituciones encargadas de velar por el cumplimiento de reglas parejas y transparentes en el comercio y la inversión pierden legitimidad, la ley del más fuerte primará. Y ahí la cosa se pone color de hormiga. Chile debe intensificar su estrategia de apertura, renovando acuerdos y construyendo nuevos. Pero la capacidad de mirarnos el ombligo es infinita. El TPP lleva años sin avanzar, y la pelea ideológica de menor alcance nos excluye de acuerdos con países grandes en el Pacífico, que no solo abren mercados, sino también constituyen un seguro. Así, corremos el riesgo de terminar nosotros también en la mitad del emparedado.