Todos nosotros, de alguna manera u otra, con o sin diagnóstico, sintomáticos o asintomáticos, estamos afectados por el “síndrome de la cabaña”. Ya hablamos de esa terrible dolencia al comienzo de la pandemia. Nos burlábamos de aquellos que la adquirieron prematuramente y se adentraron gustosos en las profundidades de su casa habitación.
Pero el “síndrome de la cabaña”, después de seis meses, se ha convertido en otra epidemia. Eso debieron considerarlo las autoridades cuando nos amenazaron con las penas del infierno si nos portábamos mal para el “18”; cuando dijeron que se meterían en nuestras casas (nuestras cabañas) para fiscalizar el cumplimiento de las normas sanitarias durante las Fiestas Patrias.
Amigos míos idearon fórmulas creativas para invitar gente a sus casas sin arriesgar sanciones. Es que el número máximo de convidados a un asado era relativamente bajo, cinco personas, y uno podía pasar por mal educado si dejaba gente fuera.
—“Es que somos Opus, tenemos 14 hijos; más los dos papás, somos 16, y más los cinco invitados damos 21. El resto son colados, no son de nuestra responsabilidad”, era el discurso que memorizó un amigo mío para un almuerzo de 30.
Yo, que siempre he sido ermitaño y poco dado a las fiestas (Joe “carrete corto” Black, me apodaban de joven), no tenía intención de sobrepasar el límite permitido de invitados, pero igual añoraba que vinieran a tocarme el timbre.
Para darme un gustito con los fiscalizadores. Para emboscarlos.
Mi objetivo sería protestar por el flagrante incumplimiento del sagrado derecho constitucional a la “inviolabilidad de domicilio”. ¿No le hemos dado ya suficiente poder al Estado, para permitirle ahora que viole la privacidad de nuestros hogares?
No señores, yo no iba a permitir que los “casacas rojas”, el Estado, por muy escoltados que estuviesen por policías, por militares o “seguritos” municipales, se metieran a mi clóset, a la bodega o al entretecho. Esto no es el diario de Ana Frank ni una película de la Stasi.
Pensé en defenderme con armas ad hoc a la fecha: cuecas. A los que vinieran a importunar mi festejo patrio les lanzaría cuecas a todo chancho gracias a un parlante instalado estratégicamente apuntando como un cañón hacia la entrada de mi casa. Tendría lista una selección de cuecas.
Si me golpeaba la puerta la seremi Paula Bravo, se tendría que bancar “La Consentida”, “porque todo consigues, mi vida, con tu porfía”. Si me mandaban al intendente Guevara, bueno, no me quedaría más que ponerle play a “Adiós Santiago querido”, a ver si con eso entra en razón. Si me destinaban al grandote del subsecretario Zúñiga, le tenía preparada la cueca del “Guatón Loyola”, para que viese que estaba dispuesto a irme a las manos si hacía falta. Tenía una cueca chilota por si se aparecía el ministro Paris. Y si llegaba el vocero Bellolio… bueno, a ese capaz que lo hubiese hecho pasar a servirse un terremoto y un choripán. A ese le tengo buena.
Pero cuál es mi punto. El mismo de siempre. No convirtamos las cosas en una “dictadura sanitaria”, como dijo esta semana el exministro Mañalich, con toda razón. Desde el primer día esto ha sido muy simple. Hay que usar mascarilla, lavarse las manos y mantener la distancia. Eso es todo. Por ahora, esa es la vacuna para el coronavirus.
Guardemos la fuerza pública para los violentos… no para los “sedientos”. Menos en Fiestas Patrias, po' ñor.