Los rasgos de un rostro, sus gestos, el brillo de una mirada; lo que esta es capaz de expresar y lo que oculta; las muecas de la boca, la forma en que la luz cae sobre la nariz... Todo lo anterior no solo es la materia prima de un actor; en muchas ocasiones ES el actor.
Imposible no pensar eso mientras se observa a Alfredo Castro frente a la cámara en “Tengo miedo torero”. Buena parte de lo que el intérprete ha estado construyendo en sus actuaciones de la última década tanto en términos de abismos privados como de energía dramática viene a desembocar aquí, casi a la perfección, en el rol de la “Loca del frente”, protagonista de la única novela editada en vida por Pedro Lemebel y del filme que con apenas un par de funciones de preestreno —programadas para ayer y hoy— se ha situado como el filme chileno más esperado de 2020. Mucho del interés suscitado por la película proviene del deseo de ver a Castro encarnando a Lemebel, ya que se supone que el libro contendría una cuota no despreciable de autobiografía; pero, a quien vaya en plan de
revival, quizás habría que hacerle una advertencia: lo que está plasmado en el filme de Rodrigo Sepúlveda (un proyecto que llegó a puerto después de varios intentos frustrados de adaptación) no tiene tanto que ver con el escritor de pluma mordaz, punzante genio e inolvidables crónicas, sino con su faceta de gran memorialista de un tiempo ido; alguien capaz de evocar sin mucho esfuerzo un Santiago Centro medio desmoronado todavía en septiembre de 1986, con pichangas infantiles en medio de los escombros, negocios de barrio con teléfono público y radios prendidas con canciones románticas de mitad del siglo. Salvo por las coordenadas de tiempo y espacio (los días previos e inmediatamente posteriores al atentado a Pinochet), no se trata de un lugar real; es más bien el mundo ordenado de acuerdo a la imaginación y fantasías de la Loca del frente, en la medida que se enamora más y más de un joven de buena pinta y con acento mexicano (en el libro es un chileno) que primero la visita, luego le pide guardar unas misteriosas cajas y termina organizando mítines secretos en el piso de arriba, mientras la dueña de casa disfruta de toda esa atención. Él piensa en la militancia, ella en la vida como un relato salpicado de acción, romance y tragedia; él tiene un objetivo muy claro, ella toma palco para observar de cerca lo que cree es una historia de aventuras, sin darse cuenta de que está a punto de involucrarse en un hecho político de la máxima magnitud.
No todo lo que el filme intenta resulta: las amigas de la Loca —interpretadas por Sergio Hernández y Luis Gnecco— son poco más que apariciones fugaces y algo parecido ocurre con el papel de Paulina García como la esposa de un militar de carrera. Pese al intento de dar cuenta de protestas, marchas y demases, el filme se siente curiosamente despolitizado, tal vez porque los realizadores optaron por eliminar toda la subtrama dedicada a Pinochet (que ocupa por lo menos un tercio de la novela) o porque los persistentes “extras noticiosos” del Diario de Cooperativa nunca alcanzan a convertirse en esa suerte de coro griego que va puntuando las escenas en el texto; pero sobre todo porque la película apuesta y se juega por entero en torno a las emociones que vive su figura central, al extremo que Castro acaba por ocupar la pantalla de una forma en que no veíamos desde sus días en “Tony Manero” (2009). Eso sí, lo que la notable cinta de Pablo Larraín (también ambientada en plenos años 80) expresaba en clave de claustrofobia, horror y simulacro, en “Tengo miedo torero” emerge en tono de persistente nostalgia, de melancolía por algo que quedó fuera de alcance antes siquiera de soñar con disfrutarlo. No creo casual que sea el mismo actor quien refleje estos extremos, quien haga puente entre estos dos mundos que, en el fondo, son él mismo.
Tengo miedo torero
Dirección de Rodrigo Sepúlveda.
Con Alfredo Castro y Amparo Noguera, Chile, 2020, 94 minutos.