Entonces, la vieron descender a la altura de La Serena. No llevaba mascarilla. Dicen que se detenía junto a los patios y se agachaba a oler las mentas, las yerbas, como si estuviera realizando un rito sagrado del cual ella fuera la sacerdotisa. Buscó niños en las escuelas, pero nadie había. Las escuelas por todas partes eran como buques fantasmas varados en la tierra. Dicen que se enjugó una lágrima junto a uno de ellos. Este sí que era un país de la ausencia.
Caminó como fantasma en la niebla y hubo muchos que la vieron caminar al amanecer, como si esa caminata de norte a sur no tuviera tregua. Dicen que habló con muchos niños, ellos sí la veían; los adultos, no. No era una estatua ni una figura de un museo de cera, su sonrisa —a pesar de su pena— era una fiesta. “¿Por qué ella no lleva mascarilla?”, preguntó un niño a la altura de Chañaral. Pasó por fuera de Santiago, no quiso entrar. Eso dijo, dijeron... Siguió rumbo al sur, el viento levantaba su pelo. Era la misma de siempre, la de las fotografías, pero más bella y su andar más liviano. Le bastó recorrer el país de norte a sur para darse cuenta de que ya no habría escuelas, tal vez por mucho tiempo. Patios vacíos, pupitres detenidos en el tiempo, banderas flameando en una primavera a medias, campanas y timbres que no llamaban a nadie. Ya nadie estaba... y la primavera parecía venir, pero no llegaba, nadie era un alumno, nadie un profesor, nadie la bibliotecaria. Y de todas las casas, esa luz azul que ella miraba con sorna, diría con ira, con desprecio. La luz azul de las pantallas. “Mis niños ya no danzan”, dicen que dijo en una plaza vacía. Dicen que entró en una sala y se paró frente al pizarrón para escribir unos versos… la tiza gemía, el pizarrón también, todas las cosas de la escuela lloraban.
Cruzó los cordones sanitarios, recorrió todo el país como vagabunda o extranjera. Un fantasma recorrió Chile y dicen que se llamaba Gabriela. Buscaba niños, pero los niños en las pantallas eran… no... no eran, estaban. Más fantasmas que ella, como ausentes, mirando un vacío frío que no se puede acariciar, buscando un rostro al otro lado de un maestro o maestra, para encontrarse con la palabra “enter”: pero nadie podía entrar ahí, sería “como pellizcar un vidrio”, diría ella riéndose. Era tan absurdo todo que en un punto ella se puso a reír ¡y cómo reía!... Se reía de los absurdos contenidos, las pruebas, las tareas, todo ese gran absurdo más absurdo que antes, porque esto ya no era Escuela (con mayúscula), esto era simulacro de Escuela, simulacro de enseñar y aprender, mentira disfrazada de verdad, “fake news” de una Pedagogía reducida a transmisión y viralización. “¡Pedagogía, por Dios!”, diría ella. Si pedagogía es conversar con los niños en el patio, si pedagogía se hace con gestos, si el profesor debe ser un narrador y la geografía debe ser un cuento, y las matemáticas otro cuento… ¿y la oralidad, la palabra viva, dónde queda? “No coloquéis sobre la lengua viva de los niños, la palabra muerta”, había dicho ella, la Otra, la que fue. Y esta, fantasma tan real y tan vivo, ahora clama: “la palabra muerta en la pantalla muerta, la Educación agoniza y los profesores ya no son parteros (como Sócrates, como Jesús), sino emisores, emisores de una materia muerta, fría...”.
Habla sola en la noche, nadie la escucha, ahora quiere gritar y clamar al fondo del alma de los profesores (más fantasmas que ella ahora): “¿Dejaremos que nos conviertan en señales, en algoritmos y que nuestros niños sean un algoritmo más, pantallizados en su soledad?”. Sí, es verdad, ella no lleva mascarilla, ella no la va a llevar jamás, ni máscara. Tampoco la veréis frente a una pantalla, buscadla en el aire, en la tierra, en el país real, si todavía queda aire, viento, tierra, palabra, si queda país y escuela.
“Mientras haya una huerta —fue lo último que dijo en su paso a paso por Chile— estamos salvados. Esa será, esa deberá ser en el futuro nuestra escuela”. Dice —dijeron que dijo…