Lo tiene todo; lo cubre todo. Si las elecciones presidenciales fueran hoy, resulta difícil encontrar motivos para no votar por Joaquín Lavín.
Ha sido alcalde por mucho tiempo. Es el ícono de la categoría. Años ideando soluciones a las necesidades de la gente, aunque algunas fracasen estruendosamente o parezcan ridículas. Con treinta años en la arena pública, no tiene secretos y sabe de éxitos y fracasos. Prepandemia, la trayectoria era un pasivo, pero no ahora, cuando la resiliencia es más atractiva que la novedad.
Cuenta con profundas raíces en la derecha. Devoto de un catolicismo conservador, dispone de indulgencias con las que no cuenta el común de los mortales. Ingeniero comercial de la Católica y magíster de Chicago. Colaborador de Pinochet y creador de la “revolución silenciosa”, el relato con que este buscó perpetuarse en el plebiscito de 1988. Duro opositor —“gallo de pelea”— al gobierno de Aylwin. Fundador de una importante universidad privada. Hace veinte años estuvo a milímetros de derrotar a Ricardo Lagos. Tal bagaje, sumado a esa pócima mágica que es la popularidad, le permiten decir y prometer lo que se venga en gana. Esto puede provocar pataletas en algunas figuras de la derecha, y tal vez algunas deserciones menores, pero nada serio. Si apoyaron dos veces a Piñera, quien no tenía ni de cerca sus credenciales, con mucha más razón apoyarán a Lavín. Más si, como se deduce, tiene el endoso del mismísimo Pablo Longueira.
La confianza de contar con una base incondicional le da una libertad que es la envidia de sus contrincantes. Lleva años desplegando una acción sistemática dirigida a aminorar las barreras que lo separan del votante antipinochetista. No ha escatimado gestos: se declaró arrepentido de haber votado por el Sí, fue a Cuba a fotografiarse con Castro, se autoidentificó “bacheletista”. Por si estas penitencias no bastaran, ahora último ha dado pasos aún más osados.
Abrazó sin titubeos el proceso constituyente —es una oportunidad, ha dicho, para sanar heridas—, así como la causa del Apruebo y la convención cien por ciento electa. Si ganan, el triunfo será compartido y Lavín pasará a formar parte plena de la nueva mayoría reformadora. La vieja grieta, la del Sí y el No, la de la UP y Pinochet, quedará por fin en el pasado. Su futuro queda liberado del peso de la historia.
El próximo será un gobierno de transición, sostiene el alcalde. Un gobierno de “convivencia nacional”, con la misión de poner en marcha la nueva Constitución, de dar la partida a un nuevo comienzo. No puede reposar, por lo mismo, en uno de los dos bloques creados ante el plebiscito de 1988: debe interpretar a los triunfadores del nuevo plebiscito, el del 25 de octubre próximo, así como a la mayoría de dos tercios que aprobará la nueva Constitución.
La actual Constitución, afirma, es un traje que le queda chico al nuevo Chile. La nueva debe estar basada en acuerdos amplios, como el que condujo al diez por ciento. Con un Estado más fuerte que promueva la integración social, que perfore los guetos privilegiados, que iguale el gasto per cápita a nivel comunal, que haga de la educación pública un punto de encuentro, que garantice derechos sociales y abandone la focalización, que avance hacia un ingreso básico universal, que sea más eficaz en sus labores esenciales —entre ellas el combate a la delincuencia y el control migratorio—, y que otorgue reconocimiento y autonomía territorial a los pueblos originarios. Un perfecto socialdemócrata, como él mismo ahora se define.
El relato de Lavín tiene más enjundia de lo que algunos creen. Es simple, como todos los que funcionan, pero logra su propósito de crear un puente entre el pasado y el futuro, así como darle un papel protagónico a su propia figura. Mientras no tenga competencia en ese rol, o bien no surja una narrativa alternativa, nadie para a Lavín.