Cuando escribí hace algunas semanas esa columna pesimista, donde hablaba de mi temor a que la luz que veía al final del túnel no fuese la salida, sino un incendio en la mitad del túnel, un querido amigo me escribió esto para “levantarme el ánimo”: “Esa luz que ves no es la salida del túnel; tampoco es un incendio… es el foco de una locomotora que viene en contra y que te aplastará”.
No ayudó mucho su imagen. De hecho, por un rato sentí que mi pesimismo sobre el futuro del país se me convertía en depresión.
Pero de pronto ocurrió algo deslumbrante, que me cambió el ánimo: reapareció Joaquín Lavín en escena para dejar que lo proclamaran como socialdemócrata.
Momento, no reaccionen de modo impulsivo, sigan leyendo y permítanme explicar a qué me refiero.
Por supuesto que estoy tan perplejo como ustedes con la “transmigración” de Lavín hacia la socialdemocracia. Según mi entendimiento —que en esto puede ser impreciso—, ser socialdemócrata es abrazar el “socialismo democrático”. Es decir, la vertiente del socialismo que prefiere reemplazar al capitalismo por vía electoral y no por la vía dictatorial o autoritaria tradicional del marxismo-leninismo.
Donald Trump esta semana, al aceptar la nominación del Partido Republicano a la reelección, dijo que la elección presidencial en su país será entre el “sueño americano” (que significa progreso y movilidad social basados en libertad y oportunidades) y el socialismo.
Así, mientras el actual líder de la carrera presidencial de la derecha estadounidense marca una diferencia nítida con el socialismo, el actual líder de la carrera presidencial de la derecha chilena se acerca al socialismo. La imagen es rara, pero real. Y a algunos les fascina.
Si a eso le agregamos el regreso a la política de Pablo Longueira, entrando a la cancha con la camiseta del Apruebo, es claro que estamos frente a algo único, grande y nuestro. Este remezón obligó a todos los otros presidenciables (Matthei, Jadue, Sánchez, Sichel, Heraldo, Kast y Kast, valga la redundancia) a salir del caparazón y empezar a moverse. Da vértigo todo esto, pero ya era hora.
Siento que vivimos un instante inesperadamente novedoso en la contingencia. Siento que volvimos a hablar de política, que reaparecen los personajes llamativos, los vistosos, los que le dan atractivo al juego. Disculpen, pero yo estoy igual que los fanáticos del fútbol a los que este fin de semana les volvió el alma al cuerpo cuando pudieron alentar a sus equipos favoritos en el torneo profesional. A millones les cambió la cara y el genio.
Lo mismo a mí, que soy fanático de la política, que la miro comiendo cabritas. Me gusta la discusión apasionada, mejor si se hace con talento y verdadero interés por el bien común. Y soy feliz cuando esos duelos se definen, al final, en las urnas, en las elecciones, y donde gana el que tiene mayoría.
Lo que me deprime es cuando la discusión política ocurre con barricadas y enfrentamientos con proyectiles en las calles.
Por lo visto, mi problema de salud mental no era depresión, ni estaba alucinando; viendo luces y escuchando voces. ¡Solo estaba aburrido! Necesitaba que volviera la política democrática y se terminara la violencia. Ojalá esto dure, aunque por ahora no se entienda mucho cuál es el libreto.