Es común oír —a veces como constatación, a veces como denuncia— que este gobierno, o el anterior, o que ambos, fueron electos con el apoyo de menos del 30% de la ciudadanía. Ahora que viene el plebiscito, y bajo el acecho del covid, surge la inquietud de que ocurra algo similar con este hito.
Desde que se instauró el voto voluntario en 2012, con amplísima mayoría y luego de reformas promovidas por dos gobiernos consecutivos de signo opuesto, la participación electoral cayó fuertemente. Si antes de 2012 bordeaba el 90% de los inscritos, equivalentes al 60% de los adultos, desde entonces no ha superado el 50%, llegando a 35% en 2016. Un resultado triste para una reforma que buscaba una democracia “más participativa y vital”.
Cierto, la caída en la participación es un fenómeno global: desde los noventa, en promedio, ha caído cerca de 10 puntos (Banco Mundial, 2017). Pero en Chile es particularmente baja: de las 44 elecciones presidenciales o legislativas que hubo en 2017 en el mundo, la nuestra se ubica en el lugar 36 (IDEA).
Las causas de nuestra baja participación son debatidas. Pero al menos en la opinión de quienes no votaron en la última municipal, la primera razón es que la política no les interesa (51%), seguido de enfermedad, estar sin carnet o lejos de su local (10%) y, luego, de que ningún candidato les gustaba (8%). Solo el 1% quería protestar.
En fin, ¿importa cuántos votan?
Para algunos, importa porque ciertos grupos votan en mayor medida, algo que preocupa especialmente si el sesgo es de clase. No es claro en qué medida este sea el caso en el Chile con voto voluntario (e.g. Bucarey, Engel y Jorquera, 2013). Hay estudios que dicen que habría sesgo de clase solo en comunas urbanas (Brieba y Bunker, 2019) o solo en elecciones poco competitivas (Contreras, Joignant y Morales, 2016). Con todo, la evidencia de sesgo de clase resultó ser menos contundente que lo que se temió en su momento. En cualquier caso, a la luz de las encuestas, no es obvio que los resultados de las elecciones hubiesen sido distintos si todos hubieran votado.
Para otros, votar es un deber y la baja participación revela una ausencia de sentido cívico. En este marco, más que un problema en sí, la abstención sería un síntoma de algo anterior, síntoma que no podíamos ver cuando el voto era obligatorio.
A mi juicio, el problema más grave de que voten pocos es que la constatación del escaso apoyo electoral a las autoridades siembra la duda sobre su representatividad y, para algunos, sobre su legitimidad. Por supuesto, en una democracia la legitimidad deriva del respeto a las reglas que como sociedad nos hemos impuesto para elegir a nuestros gobernantes y, a diferencia del caso de la FECh, nuestras reglas no incluyen un quorum mínimo. Pero por mucho que las dudas sean infundadas, ellas contribuyen a la crisis de confianza en la política. La sola pregunta por la legitimidad de un gobierno con tan pocos votos, aun cuando albergue un desconocimiento de lo que es la democracia, ha hecho, creo, mucho daño.
Es cierto, la inmensa mayoría de las democracias consolidadas tienen voto voluntario. Pero la urgencia de un consenso sobre la legitimidad del poder en nuestro país reclama que votar vuelva a ser obligación.