Admiro a quienes tienen certezas absolutas respecto a las decisiones que los ciudadanos debemos tomar en temas políticos complejos. Para nosotros, los otros, las opciones binarias y excluyentes, como son las del próximo plebiscito, son angustiantes. Mi elección está escindida, y en permanente reflexión y readecuación. Esto no se debe a ambigüedad, sino a que hay argumentos racionales fundados tanto para Aprobar como para Rechazar.
Mi alternativa en esta disyuntiva no se refleja en la pregunta planteada: no quiero el statu quo y me sumo al imperativo de introducir cambios significativos a la Constitución vigente; pero también recelo de un escenario refundacional.
Soy escéptica respecto al papel definitorio que las constituciones juegan en la realidad concreta de los países. Chile ha sido muy influido por el positivismo y por la lógica jurídica, y sus líderes suelen creer que todos los problemas tienen un origen constitucional, o al menos legal, y que, por lo tanto, se pueden resolver por la vía de cambiar los estatutos que nos rigen. Un aspecto preocupante de la situación actual es que un lado y otro sugieren que los problemas de educación, pensiones, salud, salarios y otros se van a resolver milagrosamente por la vía constitucional. Esto ha generado esperanzas y expectativas engañosas que solo serán frustradas, cualquiera sea el resultado.
No comparto el argumento de que cada generación debe darse reglas nuevas, porque una no debería imponer sus normas a la siguiente. Pienso que el contrato social que ha garantizado mejor el progreso y la civilización es aquel que se da entre “los vivos, los muertos y los que están por nacer” (Burke) y que una cierta continuidad en la legitimidad entre un régimen que desfallece y otro que nace es el requisito indispensable para lograr una transición pacífica que evite la violencia y la revolución. Hay países con constituciones centenarias que han podido —a través de reformas y enmiendas— adecuarlas a las más diversas circunstancias; otros, de igual tradición democrática impecable, ni siquiera tienen constituciones escritas; y muchos más, con cartas teóricamente perfectas, en la práctica cobijan gobiernos dictatoriales brutales. América Latina ha sido tal vez el continente más fecundo en producir constituciones y con ello (o ¿por ello?) no ha podido lograr los objetivos políticos más deseados por la población: libertad, gobernabilidad democrática, progreso material y mayor equidad.
Sin perjuicio de todo lo anterior, es igualmente claro que no podemos vivir sin reglas del juego compartidas y acatadas. Hoy enfrentamos una suerte de anomia constitucional: la presidenta del Senado cree que una causa justa amerita ignorar la Constitución; senadores y diputados se arrogan atribuciones que la Carta no les entrega; hay jueces que creen que pueden sobrepasar las decisiones del Legislativo respecto a la asignación presupuestaria y que su sentido personal de lo justo es superior a las leyes que emanan de la soberanía popular; y en fin, hay un Gobierno reacio a recurrir a los instrumentos existentes para hacer cumplir la Constitución. Al parecer, no tenemos reglas mínimas que todos podamos acatar.