En la estela de la famosa pregunta de Mario Vargas Llosa, se dijo: ¿Cuándo se jodió Chile? El ilustre peruano no la respondió, pero flotaba una interrogante entre los latinoamericanos en general, y más allá de sus confines también. Por demasiado tiempo, dos siglos, nuestras repúblicas han sido más bien unas de tipo incompleto. No solo porque en lo económico y social no han acompañado —cada país de la región es un caso aparte— con un desarrollo proporcional a lo que debería ser una democracia moderna, sino por la intrínseca inestabilidad de su política; en el mejor de los casos, como alternativa a la democracia, brotaban algunos “caudillos democráticos”, como decía Mario Góngora.
¿Chile sobresalió en su forma de ser política? Sí, de una manera particular. Cuando se lograba la pacificación, no existió un despotismo caudillista o de facción, sino que, primero, el germen de una sociedad abierta; y, después, una democracia creciente entre mediados del XIX y mediados del XX. Junto con esto, no debe dejarse de lado una inquietante regularidad, cuando no fatalidad: crisis graves cada 40 años aproximadamente. Las tres últimas fueron la guerra civil de 1891; el advenimiento del movimiento militar en 1924, y el colapso de 1973, en medio de una crisis nacional que incluyó al régimen militar.
La democracia de mediados del siglo XX se dio un encontronazo con dos paredes. Una es que, por razones culturales de larga data, tal cual muchas otras naciones latinoamericanas, le fue elusivo alcanzar un nivel de desarrollo económico y social que sostuviera a lo político. La construcción de la democracia chilena no fue muy a la zaga de otras evoluciones contemporáneas; falló, como la región y como la mayoría del mundo, en alcanzar el nivel material que la apuntalara. Entonces, se le demandaba lo que no podía entregar. Sucedía, también, para una parte de la dirigencia con seguidores y creyentes en una tajada considerable del país, que se requería de un cambio drástico para seguir los modelos del “socialismo real”, que estaban encaminados al futuro radiante que esperaba a la humanidad, la verdadera democracia, se suponía. Esto y las medidas concomitantes produjeron un golpe crítico a la democracia.
Su rescate provino de varias fuentes. Una fue la convergencia política en la democracia occidental que se produjo en el mundo en los 1980 y que revierte sobre la política chilena, rematado por todo lo que significó la “caída del Muro”. La otra fuente principal estuvo en la nueva orientación en economía política, proseguida con sistematicidad entre los 1980 hasta ahora, aunque perdió algo de su brillo en la segunda década del siglo actual y ahora se escabulle en una nebulosa. En todo caso, si no se alcanzó un desarrollo ni de lejos comparable al de los “tigres asiáticos”, fue el programa —creativamente ampliado en la nueva democracia— que en el Chile moderno más aproximó al país a nuevas oportunidades sociales y a elevar la innovación económica. Entre tanto, el mejoramiento (manifiesto en tantos índices) también alumbró un malestar, reacción nada de extraña, que nos condujo a la circunstancia actual de perplejidad e incertidumbre.
Que no se olvide que solo hay democracia y desarrollo en los países europeos y sus reproducciones a lo largo del mundo, y en algunas naciones confucianas. Es el nudo que debiera llamarnos la atención cuando se trae a colación aquello de “¿cuándo se jodió…?”. Y que la esperanza latinoamericana, Argentina, comenzó a desviarse del camino hace demasiadas décadas. El desafío para Chile es cómo retomar el camino, ahora congelado, con la legitimidad necesaria para perseverar.