“Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?'” (Mateo 16,13). Los apóstoles y algunos discípulos contaban con más de dos años en compañía del Maestro, escuchando su predicación y entrando en contacto con una multitud de personas. Es natural pensar que ellos están especialmente preparados para responder.
Con sencillez fueron contestando: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas” (Mateo 16,14). En los evangelios son muchos los testimonios —entre ellos algunos demonios— que afirman la divinidad de Jesús, por eso sorprende que en esta oportunidad esta respuesta brille por su ausencia.
Si preguntamos a los apóstoles por este sondeo de opinión, nos confirmarían el valor de las respuestas, porque entre ellos había fariseos como Nicodemo, algunos escribas y también personajes importantes de la vida política del momento como Herodes. Unirse a ella, es lo políticamente correcto.
Todas las respuestas son aproximaciones al misterio de Jesús. Alguno diría, pero no estás tan lejos, ¡es profeta!, ¡es rey!... pero lamentablemente con semiverdades no haces una verdad.
El Señor no cede, porque la verdad nos hará libres (Cfr. Juan 8,32) y pregunta a los apóstoles a continuación: “Y ustedes, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mateo 16,15-16). La certeza y convicción de Pedro no cuadra con una opinión —que es subjetiva y provisional— y tampoco cuadra con la opinión de la “gente”.
Jesús lo felicita y le indica la causa de su certeza: “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16,17). Se hace un silencio: definitivamente Jesús es el Mesías. No es una opinión, es una verdad de fe.
Un contemporáneo resumiría esta escena afirmando: Jesús quiso dialogar y abrió el debate con preguntas; en cambio Dios Padre usó de su autoridad y solo enseñó. De este modo, nos encontramos con un Jesús que quiere escuchar, que cuestiona, que busca consensos para llegar a acuerdos con la mayor cantidad de personas y un Padre que zanja este diálogo.
Otro contemporáneo, un poco más sensato, que ha leído el texto nos diría: la verdad es que Jesús está en todo de acuerdo con su Padre (Cfr. Mateo 16,17), cualquier oposición entre ellos es ficticia. Si tú lees el evangelio, encontrarás lo siguiente: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14,6). Por eso me pregunto: ¿Jesús dialoga de verdad o es más de lo mismo? ¿Por qué el Señor no busca consensos? ¿Se cree el dueño de la verdad?
Parte de nuestra sociedad contemporánea quiere que toda la realidad sea opinable, que el valor o peso de tus juicios lo dé el contexto histórico, las mayorías del momento, el avance de la ciencia, etc. Los cristianos tenemos la fe y con ella los matices: en lo opinable, libertad, y en lo necesario —enseñanza y vida de Jesús—, unidad.
Es triste ver en algunos ambientes que cuando tú hablas de verdades estables, permanentes, afirman que rompes las reglas del juego social —que ellos han impuesto— y te acusan a ti de autoritario. Y así, la única verdad es que la verdad no existe.
La gran mayoría de las personas que me buscan en la parroquia, no vienen a pedirme mi opinión, para eso pinchan la radio o la TV. Buscan la enseñanza de tres personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que paradójicamente al momento de revelarse están siempre de acuerdo: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!” (Romanos 11, 33).
“Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?'. Ellos contestaron: unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él les preguntó: ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?' Simón Pedro tomó la palabra y dijo: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo'”.
(Mt. 16,13-16)