Releer al siempre interesante Robin Wood nos recuerda que la crítica brilla mejor cuando entra en la lectura moral de una obra. Porque es ahí cuando los hechos estéticos dejan de ser puramente estéticos y se hacen éticos. La película o la novela deja de ser bonita o no, emocionante o no, sino que importa por lo que nos transmite respecto a dilemas humanos, sociales, políticos.
En su estupendo “Hitchcock's films”, por ejemplo, Wood vuelve una y otra vez a la forma en que Hitchcock utiliza la identificación del espectador con los personajes como una herramienta de reflexión moral.
El tema de identificación tiene mala prensa hace ya un tiempo, de manera que merece explicarse brevemente. El recurso consiste en que el espectador se ponga afectivamente en el lugar de un personaje y sienta comprensión, cercanía o empatía por lo que el personaje experimenta. Los mecanismos para lograrlo involucran organizar la escena desde el punto de vista del personaje, lograr que nos caiga bien gracias a su carácter o, entre otros, ponerlo en una situación donde es natural sentir simpatía hacia él, como, por ejemplo, cuando Ben Stiller trata, infructuosamente, de detener a un ciclista que acaba de robarle la cartera a una mujer en “The heartbreak kid” (2007). Pese a parecer un recurso inagotable, la identificación ha sido atacada porque se presta para la manipulación fácil del espectador; inhibe la distancia crítica que se debe tener frente al personaje o la misma película; o porque se considera una fórmula gastada por el abuso. En fin.
Cuando Wood muestra como Hitchcock utiliza la identificación con sus personajes, estas aprensiones parecen algo menores. El crítico nos hace ver que el director no manipulaba la identificación solo para conseguir efectos contundentes, sino que para trasladar al espectador tensiones morales, causándole muchas veces cierta incomodidad inefable, que proviene de sentir simpatía por quien no se debe. De ahí que no es raro sentir culpa cuando uno mira una película de Hitchcock. Los ejemplos son incontables. En el comienzo de “Psicosis” (1960), Marion (Janet Leigh) huye con 40 mil dólares de su oficina y, pese a que sabemos lo equivocada que está, no podemos dejar de sentir simpatía por ella. En “Marnie” (1964), Mark (Sean Connery) chantajea a Marnie (Tippi Hedren) para que se case con ella, y sin embargo queremos que tengan un matrimonio feliz. Detengámonos en otro:
En “La soga” (1948), queremos que el profesor Cadell (James Stewart) descubra el crimen cometido por los exalumnos que lo invitaron a comer, pero, exactamente al mismo tiempo, queremos que Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger) se salgan con la suya, pese al crimen que cometieron –y que vimos al comienzo de la cinta– no solo fue premeditado y cobarde, sino que perpetrado solo por un deseo de sentirse superior al resto, en una interpretación –¿errónea o correcta?– de las enseñanzas del mismo Cadell. El profesor, entonces, necesita revelar el crimen para dejar de sentirse cómplice del asesinato que sospecha. Al mismo tiempo, la descomposición moral que invade a Phillip, la forma en que los remordimientos comienzan a destruirlo, nos hace querer que, por esta vez, los asesinos se salgan con la suya. ¿Es eso admisible? ¿Cómo podemos sentir simpatía por dos asesinos fascistas?
Wood explica que hay más de una manera de hacer un filme antifascista: “Está la denuncia directa que generalmente tiene el efecto de dejar al espectador con el confortable sentimiento de estar en el lado correcto, con su complacencia reforzada, o está el método de Hitchcock, que sutilmente nos hace darnos cuenta de que las tendencias del mal están en todos nosotros, potencialmente enraizadas en la naturaleza humana, y frente a este surgimiento debemos están en guardia”.
Cuando hoy, no solo el cine, sino la cultura en general parece dominada por el espíritu de la denuncia directa, la mirada de Hitchcock / Wood nos recuerda las limitaciones de tanta, por así llamarla, corrección.
“Hitchcock's films”
(1965), de Robin Wood.
“La soga”
(1948), de Alfred Hitchcock.