Es extraño cómo se acompasa la vicisitud individual con la vicisitud de la comunidad a la cual ese individuo pertenece. Es el tema de la gran novela histórica: de Guerra y Paz, de Rojo y Negro, de El Gatopardo, de Bajo la Mirada de Occidente. De pronto la esfera política pública comienza a agitarse y agigantarse y, con mayor o menor celeridad, los acontecimientos preocupantes que veíamos y comentábamos desde lejos sin alterar el transcurso usual de los días, llegan a nuestra puerta, irrumpen y la ponen de cabeza. Quisiéramos que la esfera de la política, aquella en que se toman las decisiones que conciernen a todos, tenga una calidad y una presencia tal que favorezca y facilite el despliegue de nuestra forma de vida o, al menos, no la moleste en exceso. Somos gobernados y no gobernantes, pienso. La sanidad de las cosas parece indicar que aquellos en quienes las instituciones depositan la responsabilidad de gestionar los asuntos públicos logren hacerlo de un modo que quienes no tenemos ninguna injerencia directa en ello —la inmensa mayoría— podamos concentrarnos en los propios y múltiples quehaceres. El gobernado no debiera ser urgido a cogobernar y una comunidad en que cada cual termina por arrogarse la autoridad de gobernar está enferma. Una cosa es participar crítica e informadamente en la cosa pública —una virtud propia del buen ciudadano— y otra es transformarse en una suerte de tiranuelo vociferante instalado en el sillón de la casa.
En su mundo familiar y comunitario, las ocupaciones y preocupaciones de cada uno son duras y combinan los momentos de alegría y bienestar —escasos— con otros de pesar y dificultad. Ya es suficiente trabajo gobernar lo propio y, convengámoslo, no siempre lo hacemos con el acierto que quisiéramos.
Cuando el sosiego privado —esas fases no demasiado frecuentes ni duraderas en que la existencia parece ofrecernos una tregua— es interrumpido sin elección por el desmadrado desasosiego público o cuando ambos van a la vez, en una oscura sincronía, suman discordias, se siente una falta de salida, un acorralamiento, una desesperanza feroz. En esos momentos parece que se ha perdido simultáneamente tanto la sabiduría que se requiere para gobernar como la que se necesita para ser gobernado. ¿Hemos llegado a ese punto?
Por lo que a mí concierne, percibo que las opiniones sobre algo concreto sirven poco en esta hora, porque se ha deteriorado en alto grado el sustrato del opinar. Entonces nos volvemos hacia el interior, buscamos un ligero respiro en nuestra breve circunstancia y preferiríamos callar.