Émile Durkheim (1858-1917) sostenía que toda sociedad necesita construir su unidad configurando un sentimiento o ideal colectivo. Esto la lleva a generar un sistema de creencias que otorga a ciertos seres e instituciones un carácter sagrado que prescribe prácticas rituales cuya transgresión es penalizada sin deliberación. Si hubiese que señalar una causa de los problemas que encara Chile hoy —y como él, muchas otras naciones en el mundo—, está en esta carencia.
La religión, pensaba Durkheim, es el más formidable mecanismo destinado a dotar de representación a una fuerza que es superior a los individuos y a la que estos se subordinan. Freud pensaba parecido, pero lo que él veía en ella era la búsqueda de protección en una figura paterna. Podrá ser una ilusión, escribe Freud, pero una ilusión “no es necesariamente un error”.
No se trata de una alucinación o de un fraude, dice Durkheim, en la misma línea. Lo que la religión presenta como sobrenatural o divino es “un sistema de nociones a través de las cuales los individuos se representan la sociedad de la cual son miembros, y las relaciones, oscuras pero íntimas, que mantienen con ella”. Es la expresión —bajo una forma metafórica y simbólica— de “una verdad eterna”, como es “que existe algo que es más grande que nosotros”: la colectividad.
La religión parece ocuparse exclusivamente de estrechar los lazos que ligan al fiel con su dios, pero en realidad estrecha los lazos que unen al individuo con la sociedad, genera apego y favorece la “disciplina social”. Por lo mismo, si se trata de elegir entre Dios y la sociedad —sostenía Durkheim—, “esa elección me es indiferente, porque no veo en la divinidad sino a la sociedad transfigurada y pensada simbólicamente”.
Recién despuntaba el siglo 20 y Durkheim ya veía con pavor que la modernización avanzaba de la mano con el individualismo y la secularización, lo cual podía devenir en una irremediable desintegración social. Era indispensable que el rol histórico de la religión fuera sustituido por otras prácticas e instituciones. La educación y la escuela, la ciencia y la universidad, los gremios y cuerpos intermedios, y por encima de todo, la República, eran a su juicio los encargados de crear la cohesión en sociedades modernas y secularizadas.
Toda la historia del siglo pasado puede ser leída como intentos recurrentes por recrear la experiencia religiosa. El más audaz fue el de ideologías como el comunismo y el nazismo, que terminaron en lo que sabemos. Nociones como democracia, capitalismo, globalización, derechos humanos, medio ambiente, igualdad de género, entre muchas otras, también han buscado —con más modestia— dotar de una representación unificada y una delimitación entre lo sagrado y lo profano a colectividades secularizadas y heterogéneas. Nadie ha descubierto la fórmula perfecta, pero hay casos más exitosos que otros: Estados Unidos, por ejemplo, con el “sueño americano”; Francia, con su “libertad, igualdad, fraternidad”; más recientemente, el Viejo Continente, con el proyecto europeo, y Alemania, con la reunificación; lo mismo China y Rusia, con la recuperación de su influencia mundial.
En su propia historia, Chile ha desplegado un laborioso esfuerzo por crear una religión secular sobre la cual proyectarse como colectividad. La revolución capitalista y la transición democrática fueron los últimos intentos, ambos agotados. De aquí nace la actual desinstitucionalización, polarización y violencia. El proceso constituyente que se inaugura el próximo 25 de octubre podría ser una ocasión para revertir este vacío. Un ritual que lleve al individuo a sentir que se funde con la colectividad en la persecución de ideales comunes. Es la experiencia, cuenta Durkheim, que está en el origen de todas las religiones.