El Señor parece no querer acoger a esta mujer por ser extranjera y por ende, pagana. La verdad es que el pasaje refleja el conflicto que se da en las primeras comunidades para comprender la apertura del mensaje de Cristo y la universalidad de la salvación.
Es importante darnos cuenta de que no es un conflicto ajeno a nosotros. Vivimos un tiempo en que nos cuesta entender qué significa acoger al que piensa o vive distinto, pues no sabemos dialogar con respeto y serenidad. Tendemos a encasillar a los buenos y los malos, a los que piensan de una forma o de otra y, en definitiva, queremos imponer nuestra postura, más que estar dispuestos a escuchar y acoger.
Tal vez en la raíz de esto está el miedo a la confrontación, o el no ser capaces de dar verdaderos fundamentos de lo que creemos o pensamos. Se termina así muchas veces perdiendo la propia identidad y renunciando a los propios valores. Hemos visto cómo en el último tiempo se ha ido acrecentando cierta intolerancia, donde no hay espacio para el verdadero diálogo, sino que se tiende a eliminar no solo al que piensa distinto, pues incluso se quiere borrar la historia.
En nuestras comunidades de Iglesia, por desgracia, muchas veces hemos tenido también una mentalidad estrecha frente a las diferencias. Pensamos que somos poseedores de la verdad, lo que nos hace sentir que podemos poner los límites a la gracia de Dios. Marcamos diferencias, separamos a unos de otros, decimos cómo deben pensar y vivir los demás. En definitiva, elevamos muros, que lo único que hacen es aislarnos. Incluso al interior de nuestra misma Iglesia, nos ponemos nerviosos cuando alguien parece medio “díscolo” o cuestiona nuestras seguridades. Nos complica cuando alguien no calza en el esquema de lo que pensamos debería ser la vida cristiana, o no cree con claridad algún aspecto de la fe, o no vive todo lo que se plantea en el catecismo… Es lo mismo que se ve reflejado en los discípulos del evangelio de hoy, quienes se ponen nerviosos con esta mujer extranjera y pagana, y le proponen al Señor que la eche fuera para que no siga molestando.
Después de un diálogo que refleja lo insensata de la postura de lo que le pedían los mismos discípulos, la respuesta del Señor es sorprendente. Se deja convencer por ella y termina diciéndole: “¡Qué grande es tu fe!”. ¡Pero si ella era pagana! No conocía al Señor, y seguramente no “calificaba” para seguirlo. Sin embargo, ella comprendió el verdadero rostro de Dios reflejado en Jesús: el de un Padre misericordioso que quiere la salvación de todos. Ella comprende que incluso con una migaja del Evangelio bastaba para liberar y transformar su corazón y el de su hija.
Los discípulos todavía no lo comprendían (más adelante sí lo harán), pero ella lo percibió desde el primer momento: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4). Ellos, en cambio, estaban en ese momento más preocupados de mantener sus tradiciones que de descubrir el verdadero rostro de Dios. Esa es la fe que alaba Cristo en esta mujer.
Y esto nos lleva a preguntarnos y reflexionar cuál es la fe que me sostiene. Por mucho que piense que las seguridades están en un conocimiento que voy a encontrar en libros, o en dogmas a los que debo adherir, en principios morales que debo afirmar, la fe profunda y sólida se sostiene en el encuentro con el Señor, en ir descubriendo el verdadero rostro de Dios que nos va revelando Jesucristo, y confiar nuestra vida a este proyecto de hombre y mundo nuevo que él nos propone en su Evangelio. Y esto, lejos de cerrarnos hacia los demás, nos abre al otro, a escuchar y dialogar, a presentar la belleza de la verdad que nos revela Cristo, y a descubrir que caminar juntos no significa uniformarnos, sino querernos, respetarnos y ayudarnos.
“En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: ‘Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? (...) Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá'”.(Lc. 1, 41-45)