En la ética y en el derecho se valora favorablemente el acto, posterior a un crimen, por el cual el autor declara que, de poder retroceder en el tiempo y enfrentarse a las mismas circunstancias, no lo llevaría a cabo. En esa conjetura, el arrepentimiento parece revelar en el autor la convicción profunda de que actuó mal, convicción que justificaría la misericordia y, de alguna manera, esa conciencia plena de la maldad de su acto sería una indicación fuerte de que no va a volver a actuar del mismo modo. Todas estas suposiciones se me vinieron a la cabeza al escuchar la entrevista que el periodista Carlos Pinto hizo hace más de una década al culpable de un horroroso doble homicidio, quien resulta ser ahora el principal sospechoso de otro crimen tan atroz como los anteriores.
En esa entrevista escalofriante, que recomiendo a los lectores ver y escuchar con atención —se encuentra disponible en Youtube—, el periodista vuelve una y otra vez sobre el tema del arrepentimiento, pero lo que el culpable confeso de esos crímenes pone reflexivamente en cuestión es la simplicidad y acaso la inutilidad de esa categoría. De partida, advierte que la declaración de arrepentimiento no equivale al arrepentimiento real —un acto interno, que se verifica o no en el seno más secreto del alma—, que aquella, en cambio, es fácil de fingir y que, incluso, el propio culpable puede engañarse acerca de su arrepentimiento. En cambio, describe con bastante precisión el “remordimiento” —lo peor de la pena, según él—, ya que no puede dejar de pensar en lo que hizo, por qué lo hizo y lo hizo de ese modo. Ese incesante volver sobre los hechos, incluso en los sueños; ese plantearse una y otra vez, sin descanso, acerca de cómo pudo convertirse en un monstruo, es lo que más lo angustia y, sobre todo, el pensar en la posibilidad de que esa bestia que habita en él puede volver a surgir y actuar del mismo modo otra vez. La mentalidad lúcida del asesino sobrecoge y me trae a la memoria la agitación mental del Raskolnikov de “Crimen y Castigo”, de Dostoievski, y del Judah Rosenthal, de “Crímenes y pecados”, de Woody Allen, una suerte de comentario de la primera.
La vida de todos está atravesada por errores, transgresiones —a veces graves y de consecuencias atroces— y por remordimientos y arrepentimientos tenaces que, precisamente, a nuestra escala, reinciden sobre los mismos puntos. En vez de ver al victimario como Otro al cual linchar, quizás lo que convenga es mirarse a sí mismo por el través de esa lente turbada y trémula, aunque reveladora.