Casi todos hemos tenido la experiencia de que un libro caiga en nuestras manos en el lugar preciso, en el minuto indicado. Y que su lectura desate pensamientos, reflexiones, recuerdos. Ocurre, a veces, con una buena obra literaria, pero también se relaciona con el momento en que nos pilla una lectura.
Me pasó en la infancia con las andanzas de Zezé en “Mi planta de naranja lima” y con “Papaíto piernas largas”, que leí bien chica. También me atraparon las aventuras de “Pacha Pulai”. ¿Leerá hoy alguien esta novela del chileno Hugo Silva?
En la adolescencia, sucumbí al romanticismo de “Golondrina de invierno”, de Víctor Domingo Silva (mejor no tocar esos recuerdos). También me asombraron “El barón rampante”, de Italo Calvino, y “El Jardín de los Fitzi-Contini”. Y la madrugada en que terminé “Cien años de soledad” quedé paralizada: me costó horas quedarme dormida.
Dos libros británicos me cautivaron en mis veintitantos. El melancólico retrato de un mundo que se resquebraja en “Regreso a Brideshead”, de Evelyn Waugh, y el vibrante “Dientes Blancos”, de Zadie Smith, con su Londres intenso y variopinto. Ya en la adultez, “Nunca me abandones”, de Kazuo Ishiguro, me dejó meditativa por meses. De pronto se me apareció —en una trama peculiar y absorbente— la realidad del desgaste del cuerpo y de la presencia de la muerte.
En las incertidumbres de la pandemia y las exigencias de la casa y el teletrabajo, la lectura ha sido un solaz, un espacio de calma en un país vociferante. Es un alivio contar con un puerto tranquilo para arribar al final del día. Por ejemplo, tras la odisea del homeschooling. (¡Cuánto ha crecido mi admiración hacia los profesores! Enseñarle a mi hijo menor a convertir metros en centímetros fue como subir el Everest.)
Durante el encierro, me he reído con la prosa corrosiva y lúcida de dos mujeres: Maggie O'Farrell y Caitlin Moran, y me devoré una interesantísima biografía sobre la renacentista Caterina Sforza. Y podría seguir, pero me quedaré con dos libros. En primer lugar, el ensayo “El infinito en un junco”, de la española Irene Vallejo, sobre la historia de la lectura y la invención de los libros en el mundo antiguo. Leer esta obra —calificada como “proeza del ensayismo actual, una delicia de amenidad” por Fernando Aramburu, autor de la magnífica novela “Patria”— fue un viaje apasionante en pleno enclaustramiento.
La novela “Un caballero en Moscú” me llevó a experimentar, en cambio, un encierro dentro de mi encierro. Amor Towles narra la vida de un conde ruso condenado a reclusión de por vida en un hotel moscovita. Con serenidad e ingenio, el conde Rostov arma su vida dentro del Metropol y durante décadas ve pasar, a través de los ventanales, los avatares políticos tras la Revolución Rusa.
Ahora dicen que está llegando el día de “salir de la cabaña”. Habrá que ver. Solo espero sacar algunas lecciones de la cuarentena, como alivianarme de tareas y desplazamientos innecesarios y dar más tiempo a momentos sencillos y placenteros. Como leer.