Entre todos los homenajes, declaraciones de buena crianza y tributos, varios dirigidos a la fallecida Olivia de Havilland, acaso el que más destaca es una frase que ella misma deslizó en una entrevista de mediados de los 80, a un diario de Indiana, y que apareció en muchos de sus obituarios durante la última semana: “Si yo fuese una actriz joven, no entraría al negocio. La única carrera que me interesaría tener es la de Meryl Streep, pero ¿quién la tiene hoy en día?”.
De Havilland la pronunció en su calidad de mito viviente y veterana de “Lo que el viento se llevó”, pero también como una superviviente en el muy hollywoodense negocio de reemplazar lo conocido por la novedad y las caras ajadas por rostros lozanos, sin arrugas ni operaciones y sin importar cuántos Oscar o ganancias hayan generado las actrices aludidas; porque, claro, históricamente este ha sido un problema femenino. Nadie le pidió nunca a Cary Grant que se retirara de pantalla; él mismo lo hizo en 1966, por un asunto de pudor ante una industria que insistía en seguir pareándolo con coestrellas treintañeras, a sus 62 años.
No hay que esforzarse mucho para comprobar si la opinión de Havilland aún tiene validez: está fresca como lechuga en un escenario donde apenas el 15% de los directores de cine son mujeres, donde las estrellas masculinas superan rutinariamente en sueldo a las femeninas, con estudios que deben contratar a “asesores de intimidad” para que las actrices se sientan seguras en las escenas de romance y en el que la condena a Harvey Weinstein —un depredador que circuló durante un cuarto de siglo haciendo de las suyas— es celebrada como si se tratase de un idílico punto final a un torrente de constante abuso.
Pero todo eso —por desgracia— ya lo sabemos.
En realidad, lo más interesante de los dichos de la centenaria Olivia es lo que aún implican: que en lo que a cine se refiere y pese a los ingentes esfuerzos por igualar la cancha en las últimas décadas, los avances para la mujer han sido más cuantitativos que cualitativos. Las paulatinas mejoras en porcentajes de representación y remuneración serán parte de la historia, pero con 71 años recién cumplidos, Meryl Streep —y quizás podemos agregar a Isabelle Huppert y Julianne Moore al club—, todavía es el nombre recurrente a la hora de obtener los papeles que quiere y que se merece, en un ambiente donde gente talentosa como Scarlett Johansson, Cate Blanchett, Jennifer Lawrence, Marion Cotillard o Kristen Stewart no paran de recibir libretos de superheroínas, criaturas mágicas o heroínas de acción; productos más cerca de la propiedad intelectual de una corporación que potenciales seres de carne y hueso.
De Havilland se desplegó como artista en los años 30 y 40 del siglo XX, un instante en que el pasivo rol que solía asignarse a la mujer en el hogar y la sociedad fue estimulado, desafiado y puesto bajo cuestión una y otra vez por debacles económicas, guerras y creciente acceso a la educación y el sufragio; tiempos convulsos que en la pantalla grande redundaron en papeles extraordinarios para talentos portentosos. Bette Davis, Barbara Stanwyck, Joan Crawford, Greta Garbo, Vivien Leigh, Myrna Loy, Ingrid Bergman, Jean Arthur, Katharine Hepburn, Ava Gardner, Marlene Dietrich, y la conflictiva y genial hermana de Olivia, Joan Fontaine. ¿Por qué estos nombres, sus carreras y sus obras maestras parecen agrandarse más y más en el tiempo, mientras grandes actrices como Marisa Tomei tienen que conformarse con ser la tía solterona de Spiderman en una secuela tras otra? ¿No se supone que el cine contemporáneo presume a las mujeres más empoderadas, independientes y libres que las de hace 80 años? Puede que “empoderarse” —tal como Hollywood lo entiende hoy— equivalga a ponerse un traje de lycra, volar y lanzar rayos cósmicos. Puede que en el aquí y el ahora Angela Merkel, Ruth Bader Ginsberg, Judith Butler, Greta Thunberg o Jacinda Ardern resulten modelos de vida harto más interesantes que una actriz de cine. Puede que, tal como dice Gloria Swanson en la clásica “Sunset Boulevard” (1950), las actrices aún sean grandes y que —efectivamente— sean “las películas las que se han vuelto pequeñas”.