Frédéric Beigbeder (1965) es uno de los escritores franceses más exitosos, controvertidos y audaces del momento. Novelista, cuentista, ensayista, entrevistador y director de revistas son algunas de sus facetas. Aún así, es en el género novelístico donde su nombre resuena con mayor fuerza, en títulos tales como
El amor dura tres años,
Windows of the World o
Último inventario antes de liquidación, que le han valido el apoyo de sus pares, la celebración de los especialistas y hay que decirlo, una estridente autoproclamación. Como su amigo y coetáneo Michel Houellebecq, Beigbeder es una figura pública que aparece constantemente en los medios, opina sobre lo primero que se le pasa por la cabeza y asiste a cuanta feria, lanzamiento o festival tenga lugar en los cuatro puntos cardinales. Inevitablemente, esto se nota en sus obras, muy cosmopolitas, por lo general bien escritas y, además, bien construidas. Desde luego, nada de esto afecta a un corpus que presenta algunos libros notables que, por si fuera poco, se venden como pan caliente.
Una vida sin fin, de reciente aparición, lleva estos rasgos a un punto de no retorno y, en ciertos aspectos, podría ser la ficción —aquí definida como “no ficción”— más ambiciosa de Beigbeder. El tema de la narración es nada menos que la inmortalidad, pero no esa a la que suelen aspirar los artistas, literatos o famosos de cualquier clase, sino una inmortalidad física, material, íntegramente real. El protagonista innominado es un director de películas y presentador de televisión que encabeza un reality show extremo, quizá lo más morboso, repugnante y cochino que se ha visto en la pantalla chica. El animador acude premunido de una bolsa con varios kilos de cocaína y sus invitados deben ingerir una píldora escogida al tun tun, sobre cuyos efectos no albergan la más mínima sospecha. Así, para edificación de los televidentes, defecan, orinan, vomitan, se masturban, chillan, escupen e incluso llegan a copular sin que nadie se vea afectado. Huelga decirlo, el narrador se convierte en una estrella y hay quienes son capaces de matar a sus hijos con tal de tomarse una foto, mejor dicho una selfie con él.
Un buen día, Romy, su hija mayor, le pregunta si todo el mundo se muere y basta con ello para que nuestro héroe, ya pasados los 50 años, decida buscar y encontrar la vida eterna. Su inquietud se traduce en una profunda inmersión en la genética, la biotecnología, las ciencias moleculares y cuanta teoría existe relacionada con la perpetuación de la especie. Y aquí entran a tallar vocablos, términos, compuestos químicos e innumerables cuestiones acerca del fenómeno orgánico, todo ello presidido por el omnipotente universo digital con resultados previsibles. Es posible que nunca se haya elaborado un volumen como
Una vida sin fin, repleto de un galimatías ininteligible, puesto que hay que tener varios doctorados para entender una ínfima parte de su abstrusa terminología. Citarla es absurdo, pues ni el más sabio de los sabios logrará captarla.
Sin embargo, Beigbeder, sea por inconsciencia, sea por efectismo, parecería sentirse seguro de que
Una vida sin fin es un texto accesible para el vecino de enfrente, pues en ningún momento cesa de largar eternas parrafadas en torno al ADN, el gen PDI, las células IPS de la placenta y asuntos afines. Y como sucede en cualquiera de sus trabajos,
Una vida sin fin nos pasea por París, Ginebra, Viena, Jerusalén, Los Angeles… con un añadido extra: todas las eminencias que reciben al exastro televisivo son personas que sí existen y se prestan encantadas para entregarle los arcanos secretos de sus complejas disciplinas. De hecho, en una nota final Beigbeder agradece a todos y todas las personalidades que lo recibieron.
Este es un problema serio de
Una vida sin fin, que aumenta a medida que avanzamos en su lectura y culmina con la explicación de que habría que cambiar la lengua “para transcribir tres mil millones de letras a razón de tres mil caracteres por página…”. A la postre, la única conclusión viable es que la inmortalidad está en el mercado, se vende, se compra, está sujeta a transacciones bursátiles y claro, solo está al alcance de los ricos y poderosos.
Con todo,
Una vida sin fin contiene pasajes genuinamente graciosos: “El psicoanálisis no es más que Proust mal escrito”; una ventaja de la muerte es “no volver a ver a los feos ni a los imbéciles”; otra consiste en “no tener que soportar el arte contemporáneo”. Así, estamos ante una historia discutible, con buenos momentos.