Si alguien puede analizar la muerte con propiedad, ese es Joe Black, valga la redundancia, y perdón por “hablar-en-tercera-persona”.
Será el tema de la columna de este domingo, que tendrá además nombre y apellido: La muerte de Gonzalo Blumel. Su muerte política, claro. Que ocurrió esta semana, el martes, cuando dejó de ser ministro del Interior.
La primera lectura que uno podría hacer del episodio es que Blumel fue injustamente defenestrado por un ingrato Presidente que lo entregó como ofrenda humana a RN y la UDI, quienes exigían un sacrificio de proporciones bíblicas para apaciguar la crisis oficialista. Querían la sangre del “hijo” predilecto del gobernante. El arreglo consistía en eso: en sellar un nuevo pacto, pero de sangre.
Esa mirada convertiría al Presidente en un “papito corazón” más (como vergonzosamente descubrimos que los hay a niveles récord en este país); que abandona a su pobre crío a su suerte.
Pero las cosas no fueron así.
Fue Gonzalo Blumel el que decidió partir sin aceptar ningún otro cargo en el gabinete, ni alguna otra destinación en el Gobierno. No quiso premio de consuelo. Quizás se imaginó a sí mismo girando al trote en las “sillitas musicales” y se le enrojecieron las mejillas.
Pasa que en política, como en la vida, hay que tratar de saber morir. Con elegancia, siempre.
Yo, por cierto, nunca le he tenido mucho miedo a la muerte. Pero sí a la manera de morir. De joven tenía la pesadilla de fallecer atropellado por un triciclo de expendio de balones de gas. Prefería que mi partida ocurriera en medio de un acto heroico, rescatando a sor Teresa de Calcuta de las aguas de un río revuelto, por ejemplo.
En la política es lo mismo. El “buen morir” es clave.
Blumel murió esta semana como de muerte súbita. De una sola vez. De manera irrefutable. Se fue para la casa sin mirar atrás.
Game over.
Está perfecto. Eso es mejor que quedar “a medio morir saltando”, como un pez fuera del agua que muestra en su mirada el pavor a la muerte lenta, por allá en un ministerio anónimo.
Lo primero es porque “todos los muertos son buenos”. También en la política. Y si uno no se muere de verdad, pierde la oportunidad de asistir a su propio funeral y ser ovacionado, como le ocurrió esta semana a Blumel en La Moneda. Hasta la Primera Dama lo fue a dejar a la puerta del Palacio, con el mismo recogimiento y cariño como si hubiese ido cargando su féretro.
Pero la razón más importante de mi tesis es que en política es posible morir muchas veces. Los más grandes personajes políticos de la historia atravesaron por varias muertes: fracasos electorales, renuncias obligadas, derrotas bélicas, pérdidas de popularidad flagrantes.
El punto es que para resucitar, para renacer en política, es preciso morir de verdad. Hay que quedar sepultado un rato, descender al tercer día a los infiernos —y pasar una temporada allí, como diría Rimbaud—, para luego revivir desde las cenizas, como un Fénix.
Blumel de seguro volverá. Convertido en senador, en alcalde o quizás qué. Y tendrá que volver a morir un par de veces más hasta llegar a destino. Es que así es la política. Lo he visto tantas veces.