Cuando las redes sociales parecen dominar toda la discusión pública, o al menos es donde se leen y oyen los comentarios más vociferantes, sorprenden los resultados de una encuesta publicada por politico.com sobre la “cultura de la cancelación” o de la descalificación, más bien.
Para el sondeo, se usó la definición del concepto como “la práctica de quitar apoyo a figuras públicas y empresas después de que hicieran o dijeran algo considerado objetable u ofensivo”. Una sanción pública de este tipo parece un castigo razonable para quien haya ofendido o incurrido en algún acto ilegal, inmoral o reñido con las normas sociales. Pero los usuarios de las redes a veces traspasan la línea de lo aceptable, al apuntar a personas que, usando su derecho a la libre expresión, emiten una opinión contraria a lo que ellos (los usuarios vociferantes) consideran correcto.
Según el sondeo, una gran mayoría (más del 70%) de los que conocían la existencia de la “cancel culture”, como se llama en inglés, considera que esta forma de escarnio público “ha ido muy lejos” y que tiene un “impacto negativo en la sociedad”. Solo el ocho por ciento del total reconoció que participaba frecuentemente en estas funas y otro 32 por ciento dijo haberlo hecho alguna vez. O sea, el 60 por ciento nunca usó esta herramienta para descalificar a quien no opina igual. Si se toman en cuenta los resultados del estudio, que incluyó votantes norteamericanos de todas las edades, se confirma una intuición: que unos pocos pueden hacer mucho ruido y crear una aparente realidad, cuando una mayoría silenciosa no hace oír su voz.
Quienes defienden la “cultura de la cancelación” —que llega a los extremos de querer eliminar estatuas de Colón o cambiar al viejo Bugs Bunny, para ajustarlo a sus creencias— niegan que sea una forma de matonaje, sino la herramienta que tienen los “marginados” para poner en evidencia a los poderosos cuando no actúan correctamente. Las críticas en la web, dicen, les permiten denunciar a quienes “tienen privilegios que los protegen del escrutinio público”.
Puede ser cierto a veces, pero otras, simplemente actúan como censura a la libertad de expresión, creación y opinión. Y llevan a la autocensura, como el caso de la escritora que, “profundamente avergonzada”, suspendió la publicación de su novela porque una parte estaba narrada desde la perspectiva de un hombre negro y ella, como mujer blanca, “no es la persona para representar a ese personaje”. Había recibido una crítica pública de una novelista de color, molesta por esa “audacia”.
Ese puede ser un extremo, pero habla de la capacidad de los intolerantes para callar voces libres. De la voluntad de aquellos que intentan imponer un “conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar las normas del debate abierto y la tolerancia de las diferencias en favor de un conformismo ideológico”, como señalaron más de cien intelectuales de todas las tendencias en su carta abierta en la revista Harper's, apoyada por otro centenar de escritores españoles. Una defensa cerrada del libre intercambio de ideas y opiniones, sin amenazas, es la esencia de la democracia.