En una de las parábolas, Jesús nos dice que “el Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y tiran los malos” (Mateo 13, 47-48).
Y esta red que “recoge toda clase de peces” es la Iglesia, sacramento de salvación. Aquí hay peces, grandes y chicos, fáciles de comer o llenos de espinas, bonitos y feos, alevines o ya maduros, etc. No se separan por peso, color, calidad o belleza, sino en buenos y malos: “Reúnen los buenos en cestos y tiran los malos”.
Tú y yo podemos ayudar a seleccionar estos peces con los criterios que queramos, pero tenemos dos límites muy claros: no debemos hacer un juicio y decidir quiénes son buenos y quiénes son malos, ni tampoco desechar a los malos, eso le corresponde a Dios.
Nos dice San Gregorio que “así como el mar representa al mundo, así también la ribera del mar figura el fin del mundo” (Homiliae in evangelia, 11,4). Y esa “orilla” es también figura de la muerte, el término del tiempo para amar y merecer en esta tierra.
Estas últimas semanas, por distintas circunstancias, he tenido presente la muerte —han fallecido parientes directos de amigos, un expárroco que nos ayudaba muchísimo y falleció de un infarto otro sacerdote de mi edad que era como un hermano—, y me ha ayudado para considerar mi vida y el fin de ella.
En esta cuarentena, algunos feligreses me han preguntado: Padre, he considerado que de verdad me puedo morir, ¿es bueno pensar en la muerte o es mejor no hacerlo?, ¿es malo tenerle miedo?... Como dicen los economistas, depende… de ti y de tu vida.
De la muerte de otros, se dice que “no hay muerto malo”, y por caridad, así es. Pero de mi muerte —yo que me conozco—, ¿puedo afirmar que soy bueno, que efectivamente cuando llegue “a la orilla” le voy a dar a Dios Padre con mi vida una gran alegría, un gran abrazo como el hijo pródigo? ¿Y que a pesar de mis miserias y debilidades, con su ayuda he podido “reproducir la imagen de su Hijo” (Romanos 8, 28-30) en mi vida?
Pero Padre, ¿esa es la meta?, ¡¿que mi vida reproduzca la vida de Jesús?! Sí, es la gran maravilla de la vocación cristiana. Dios Uno y Trino “casi” lo hace todo, nos da su gracia, su amor, su misericordia, y cuenta con tu libertad, con tu respuesta generosa: “Depende de ti y de tu vida”.
Pero hay algunos que preferirían renunciar a su libertad, a su capacidad de amar, y les gustaría que Dios lo hiciera todo en sus vidas. Postulan a un Dios “posesivo y desconfiado”, que asume la entera responsabilidad de nuestro propio actuar. Seríamos personas sin alma, sin rostro; no podríamos hacer nada malo, pero tampoco nada bueno.
El premio y el castigo dejan en la evidencia el ejercicio de la libertad, para responder o no al amor de Dios. Si no, ¿cómo explico estas palabras de la Escritura?: “Al final de los tiempos, saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mateo 13, 49-50).
Para ser coherente con ellos, los cristianos tendríamos que hacer dos cosas: hablar de buena o mala suerte al momento de la muerte y saltarnos esos párrafos del Evangelio. Porque, ¿quién recibiría un premio inmerecido o un castigo injusto?
Para concluir, Jesús nos pregunta, hermanos míos: “¿Han entendido todo esto?” (Mateo 13, 51). Tú y yo queremos decirle libremente que sí, todos los días de nuestra vida, acercándonos a la muerte como lo han hecho los santos: “Si tienes miedo a la muerte, ama la vida. Tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo. Le desagradas obrando mal. No habita Él en templo ruinoso, no entra en templo sucio” (San Agustín, Sermón 161).
“El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
(Mt. 13, 47-50)