La idea de progreso, en el sentido de un bienestar equitativo e igualitario, ha sido siempre esquiva en nuestra historia, presente por oleadas intermitentes de paz y riqueza para luego esfumarse tras catástrofes, recesiones y revoluciones. Hay algo tragicómico en la ilusión de alcanzar un desarrollo comparable a idealizaciones abstractas de ultramar, pero postergando nuestro aterrizaje en el paraíso perdido.
La actual pandemia nos ha desnudado una vez más. Es una doble analogía: la de la pérdida, pero también la de la revelación de nuestros secretos. A la pérdida estamos resignados como pueblo, generación tras generación, terremoto tras terremoto, y sabemos que nos podremos recomponer, pues tenemos esa experiencia. Pero en cuanto a nuestros secretos... es inevitable una cuota de asombro, cuando no, de espanto. Si ya el levantamiento popular de octubre pasado parecía provenir de males urbanos acumulados por décadas de un “desarrollo” mal distribuido –cuestiones de indignidad, desigualdad y segregación advertidas también por décadas desde la sociedad civil y la academia– y aun así esas urgencias no se habían convertido en agenda prioritaria de políticas públicas, la pandemia, en lo inmediato y en sus consecuencias previstas, ha puesto estas urgencias en un plano de tal visibilidad, que ya no hay manera de eludirlas.
¿Cuáles urgencias? En primer lugar, que debemos redistribuir el bienestar urbano de un modo inmediato y evidente, comenzando por el equipamiento y el espacio público. El transporte público es el principal agente democratizador de la ciudad, y en esto se han logrado increíbles avances; pero no es suficiente moverse por ella: es imprescindible hacer florecer los barrios y dotarlos de buen comercio y servicios, inyectando preciada vitalidad de comunidad en la calle (por eso los excesivos malls de Chile, récord mundial, han sido tan perjudiciales para nuestras ciudades); contar en cada rincón de la ciudad con espacio público en magnitud y calidad suficiente como para suplir las carencias de una vivienda pequeña y densa. En segundo lugar, pero al mismo tiempo, comenzar ¡de una vez por todas! a incorporar socialmente la vivienda en nuestras ciudades, utilizando el abundante terreno fiscal disponible y exigiendo del Estado el compromiso de promover la integración con calidad ahí donde el mercado por sí solo ha fallado estrepitosamente, como en el caso de las megatorres de microdepartamentos. Un Estado que impulsa la equidad urbana es la fórmula histórica de las sociedades que nos gusta imaginar como meta, aunque hemos insistido en postergar el primer paso.