Ningún grupo humano puede vivir sin dogmas. Delimitan el campo de lo que está fuera de discusión; lo intocable, lo prohibido. Enmarcan la frontera de lo posible. Postergan satisfacciones inmediatas en aras del porvenir. Empujan a creer que cuando se sobrepasa el límite viene el abismo. Y por si fuera poco, separan amigos de adversarios. Pero los dogmas no son para siempre. Se desgastan, especialmente si no se los renueva. Hasta que de improviso se derrumban sembrando perplejidad y desorden, acusaciones y amenazas. Esto sucede cuando la gente, por razones que son siempre misteriosas, deja de creer en ellos; cuando su transgresión deja de ser fuente de temor; cuando es preferible zambullirse en lo desconocido antes que permanecer bajo su imperio.
La aprobación en el Congreso, con un multitudinario y transversal apoyo en la población, del retiro voluntario del diez por ciento de los fondos previsionales se explica por eso: por el derrumbe de un dogma que enhebró buena parte del relato en que reposó la sociedad chilena por más de cuatro décadas.
La vejez asegurada por los ahorros individuales administrados por las AFP, en un extremo, y la movilidad social propulsada por el acceso a la educación, en el otro, fueron los pilares del sueño capitalista chileno. Ambos venían mostrando señales de erosión desde hace mucho, pero la élite, especialmente la empresarial, no quiso encararlo, adoptando un conservadurismo ajeno a su propia vocación, amenazando con que cualquier cambio traería el diluvio y refugiándose en un alegato estéril contra los políticos y el juego democrático. El resultado de todo esto lo hemos visto estos días: parlamentarios oficialistas sumándose a la oposición para derribar uno de los dogmas parteaguas del escenario político posnoventa.
Las amenazas de recurrir a tribunales, la denuncia de la perversidad de la oposición, los alegatos contra el populismo y la violencia, o las críticas a La Moneda no harán que el agua vuelva al estanque. Estamos ante un movimiento tectónico que brota de la rabia acumulada —como la ha llamado Sebastián Edwards— “contra lo que se percibe como una traición y un abuso”: traición porque —por las razones que sean, todas impecables— el sistema no cumple con su promesa originaria y fundamental: dar buenas pensiones; y abuso porque, a la par, se han creado al amparo del mismo patrimonios gigantescos, que a ojos de la población solo benefician a sus controladores.
La emergencia sanitaria fue un mero acelerante. La sensación de injusticia y la presión por perforar el sistema de pensiones venían de mucho antes. ¿Cómo pensar en el futuro cuando es ahora cuando no cuento con medios para vivir? ¿Qué importa si mis pensiones futuras serán menores si igual serán insuficientes? ¿Por qué entregar mis platas a las AFP cuando yo podría administrarlas en mi directo beneficio? Estas son interrogantes que no encuentran respuestas en las medidas paliativas a la crisis. De ahí la ingenuidad de creer que esta ola se podía detener incrementando las ayudas a la clase media. Fue como en 2011, cuando se creyó que se podía desarmar la movilización estudiantil con más becas. Son cuerdas paralelas: ayuda del Estado más retiro de fondos; ambas cosas, ahora. El llamado del Presidente a realizar una “cirugía mayor” al sistema de pensiones va en la dirección correcta, pero un habilitante para buscar un acuerdo será una fórmula de acceso acotado al diez por ciento. Se ha vuelto un símbolo, y estos no se disipan con argumentos.
Los dogmas son como el cristal: al caerse se pulverizan, y luego no hay modo de repararlos y reponerlos. Los dogmas caídos, por lo mismo, solo se sustituyen por dogmas nuevos. Será responsabilidad de la nueva coalición política surgida en estos días, del “frente del diez por ciento”, levantar nuevos dogmas sobre los cuales refundar el sistema de pensiones. La tarea es colosal, pero no imposible. Se hizo en 1980, cuando se repudiaron ideas escritas en piedra y se crearon las AFP. ¿Por qué no se podría hacer ahora?