La parábola nos muestra que Dios ha sembrado el mundo con una semilla buena. Es el proceso de la creación, donde el Génesis resalta esta bondad al afirmar seis veces qué “vio Dios que era bueno”. La bondad de la creación es un punto de partida fundamental. Entonces nos preguntamos: si Dios es bueno y creó el mundo bueno, ¿de dónde viene el mal?
La parábola nos habla del “enemigo” que de noche siembra la cizaña. Rápidamente tendemos a reconocer ahí al demonio, y así a “tercerizar” el problema del mal. Pero no es que Dios no haya podido bloquear el mal, que el demonio haya sido más astuto o poderoso que Dios. Queremos creer que un elemento externo —el demonio— es el que nos lleva al mal.
Pronto descubrimos, eso sí, que este surge también desde nuestro interior. Entonces, no proviene de Dios, sino de la creatura misma. Experimentamos que hay muchas formas de mal que surgen desde nosotros. Lo complejo es que en su origen se nos presentan como un bien.
Así, el mal no aparece de inmediato, sino que al principio parece bueno y deseable, para luego terminar siendo un fruto amargo, que nos hace daño a nosotros y a los demás.
Dios no es el culpable del mal, sino que lo somos nosotros. Es en nuestra condición humana limitada e imperfecta que, producto de la libertad que tenemos para amar, podemos también rechazar ese amor y hacer daño.
Todos experimentamos la cizaña del orgullo, el afán de competir, el apego a los bienes, la búsqueda del poder. Estos son los enemigos de la vida que nos dañan y nos deshumanizan. Pero que quede claro: si no fuéramos así, no seríamos nosotros. Y lo afirmamos porque sabemos que Dios nos ama así, como somos, al extremo que lo ha dado todo por salvarnos.
Aquí, entonces, está la enseñanza fundamental de esta parábola: descubrir que crecen juntos en nosotros el buen trigo y la cizaña. El proceso de la transformación es lento, delicado, y requiere tiempo y sabiduría. Y se llama “conversión”. Debemos hacer las paces con esta condición limitada que tenemos, reconocerla y comprender que de a poco debemos ir avanzando en la transformación de nuestra vida según el Evangelio. El desarrollo de la vida espiritual es un trabajo arduo, que requiere tiempo y dedicación. Y en esta tarea no estamos solos, pues el fuego del que habla el Evangelio de hoy se refiere a que el mal que hay en nosotros será eliminado por acción del Espíritu de Dios que actúa en nosotros transformándonos.
Este proceso personal también se aplica a la sociedad y a nuestras comunidades. Tendemos, como los servidores de esta parábola, a querer una comunidad de personas perfectas (incluso así experimentamos erradamente que nos lo exige la sociedad). Pero la realidad es que en todos nosotros hay luz y tinieblas. Por eso es importante ver no solo la cizaña que está presente entre nosotros (y siempre estará), sino detenernos en el trigo bueno que es abundante. Hoy, en medio de las dificultades que vivimos, vemos tantos signos de caridad, solidaridad y preocupación generosa por los demás. En la crítica social abunda la cizaña, pero nuestra vida cotidiana está llena de trigo que debemos reconocer y agradecer.
La Iglesia, al igual que el resto de la sociedad, no está compuesta por los perfectos, sino por aquellos que queremos seguir al Señor para transformar nuestras vidas según el Evangelio. Por eso somos una comunidad en constante “construcción”. La meta de la santidad no es algo alcanzado, sino el camino mismo, que nosotros reconocemos en Cristo, nuestro camino, verdad y vida.
“Entonces fueron los criados a decirle al amo: ‘Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?'. Él les dijo: ‘Un enemigo lo ha hecho'. Los criados le preguntan: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?'. Pero él les respondió: ‘No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero'”.(Mt. 13, 27-30)