Hacia el final del último capítulo de “The Wire”, un ajado Jimmy McNulty detiene su aún más destartalado auto al borde de la carretera. Abre la puerta, sale y luego se apoya en esta para dar una mirada final a Baltimore, su ciudad, el verdadero protagonista de la serie. La imagen se corta y, a medida que suenan las notas de “Way Down in the Hole” —tema central del programa—, vamos divisando o mejor dicho despidiendo uno por uno a sus personajes principales. Los vemos en las escuelas, en sus trabajos, en las esquinas; traficando, patrullando, escribiendo, paseando, comprando. La serie se acaba, pero esas vidas siguen y lo que vemos equivale casi a un postrero saludo del elenco a su público, al final de la obra. Todos los productos creados por David Simon terminan con ese mismo gesto; en parte por tradición y en parte porque instintivamente se asume cuánto le cuesta al espectador dejar partir a personas con las que tanto ha compartido. De hecho, si la serie es buena —y en este caso, vaya que lo es—, esa sensación de separación, de extrañamiento, desemboca casi inevitablemente en nostalgia.
Hace una semana que en casa terminamos de ver “The Wire” —en mi caso, por segunda vez— y hay momentos del día en que todavía me sorprendo pensando en Bubbles, Omar, Duquan, Daniels, Carcetti, Kima, Bunny Colvin y un cuanto hay de situaciones, diálogos y momentos; sus pequeños triunfos y fracasos, sus preguntas sin respuesta, sus inevitables destinos. Pienso también en por qué eso me ocurre mucho menos con las películas y la apurada conclusión es que se trata básicamente de un asunto de tiempo transcurrido, emociones desplegadas durante los tres meses que duró nuestro viaje desde el piloto hasta el capítulo número 60 y que difícilmente encontrarían eco en una narrativa de dos o tres horas. Por mucho que Michael Corleone, Rick en “Casablanca”, Scotty en “Vértigo” o la Novia de “Kill Bill” nos fascinen, no alcanzaríamos a estar los minutos suficientes junto a ellos como para forjar un lazo como el que presuntamente forjamos con el agente Cooper, Carmela Soprano o Walter White al término de sus respectivas narrativas. A lo mejor es que el cine trabaja mejor creando arquetipos y situaciones armadas en torno a ellos, mientras que las series pormenorizan y se prodigan en rasgos, gestos o movimientos que acabamos por asimilar, contener y anticipar, capítulo a capítulo, temporada a temporada. No es que el cine haya permanecido inmune a algo similar. Una de las bendiciones de contemplar a Chaplin en pantalla era precisamente saber que el sujeto y su disfraz regresarían una vez más, inalterados, en una nueva aventura; pero hay una diferencia crucial: Charlie, el vagabundo, tendía a confundirse —a fundirse, más bien— con la figura de Charles, el actor/director que lo había concebido.
Y tal vez ahí radique la diferencia. El peso del rostro, de la estrella de cine, tiende a ser tan grande e intenso que pasa por encima de sus respectivos roles, de suerte que el espectador simplemente acaba viendo “una de Brad Pitt” o “una de Denzel Washington”, independiente de qué filme se trate. Por el contrario, no tengo muy claro qué habrá sido de la carrera actoral de Dominic West después de topar techo con “The Wire”, y la verdad es que no estoy demasiado interesado; al menos no tanto como en saber qué fue de McNulty, su creación, después de que regresa a su auto, lo pone en marcha y acelera sin mirar atrás, sin despedirse de nosotros, dejando al frente solo a su ciudad y a un millón de historias sin contar.