Así como el 18 de octubre marca un antes y un después en la política chilena, el 15 de julio también. Poco importa cómo siga este proyecto, el hecho político ya está instalado.
La discusión en la Cámara no fue cómo ayudar de mejor forma a la clase media en momentos difíciles. La discusión fue cómo empezar a desmontar el modelo que nos ha regido durante los últimos 30 años. El nivel de la argumentación, la ausencia de racionalidad y la farandulización del espectáculo hizo que se abriera un nuevo capítulo en la política chilena. Y desde ya se pueden constatar tres hechos sintomáticos.
En primer lugar, el vaciamiento del centro. Decir que la sociedad se ha polarizado parece una obviedad, pero en la discusión del miércoles eso quedó demostrado. Ya ni siquiera existen los “matices” con los que la Democracia Cristiana navegó hace algunos años. En la oposición, se hizo indistinguible la argumentación de un democratacristiano con la de un comunista.
En segundo lugar —y tal vez es lo más peligroso— es el rompimiento de la centroizquierda con sus técnicos (economistas y constitucionalistas). Prácticamente todos dijeron lo malo del proyecto, lo ilegal, pero ninguno fue escuchado. La tecnocracia pasó a ser una molestia más.
En tercer lugar, la amenaza de la violencia. El día anterior a la votación se produjeron una serie de hechos violentos no espontáneos. Se trató de grupos pequeños, organizados por alguien. El miércoles muchos decían para callado y otros con desparpajo, que si no se aprobaba el proyecto “va a quedar la cagá”. Este mismo guion se puede repetir en los próximos meses donde “la bolsa o la vida” puede terminar secuestrando la democracia. Y, como si nada hubiéramos aprendido, nuevamente la reacción de la oposición fue “condenando, pero…”, paradójicamente usando la misma lógica que utilizó la dictadura para justificar la violencia: el contexto.
Así, el vaciamiento del centro, el rompimiento con los técnicos y la amenaza de la violencia configuran el nuevo cuadro de la política chilena, donde la Constitución da lo mismo y donde los números son detalles. A ello se ha sumado un cada vez mayor número de congresistas de derecha, quienes presos de querer “sintonizar” con la población, coquetean con fórmulas peronistas-populistas.
Transcurridos cuatro meses desde que se inició el coronavirus, ya parece claro que el Gobierno desaprovechó la oportunidad que el destino le dio. Pese a que el manejo de la emergencia sanitaria terminará siendo valorado, las polémicas de Mañalich, los desatinos de Piñera y el haber cantado victoria antes de tiempo no le permitieron capitalizar la promesa cumplida de que nadie quedaría sin ventilador.
Y en el aspecto social, en medio de un escenario político tan adverso, jugó como se jugaba antes, de a poco, con gradualidad, viendo cómo mejorar la cosa en la discusión parlamentaria, velando por los equilibrios de largo plazo. Al Gobierno le faltó audacia para adelantarse y ahí dejó el forado para que sus congresistas empezaran el desembarque y para que la oposición llevara adelante su plan.
El caso de las AFP es sintomático. Obviamente el sistema requiere mejoras. Pero si se analiza racionalmente —como lo han hecho diversos organismos internacionales— el sistema previsional chileno (AFP+pilar estatal) es muy superior al de los países comparables. Pero no hay espacio para la mejora. Lo que se requiere es su destrucción.
El problema radica en gran parte por la existencia de una solución privada a un problema público. Cuando la solución estatal es mala, como suele serla, es difícil culpar a alguien (mal que mal la gente tiene la sensación que en el Estado se malgasta la plata o derechamente se la roba). Cuando es el privado el responsable, existe a quien guillotinarle la cabeza.
Hay una oleada muy grande para desmontar un modelo como el chileno, donde hay muchas soluciones privadas a problemas públicos y que, con obvios problemas, ha permitido al país y a todos los chilenos dar el salto en casi todos los índices. Pero el problema radica en que la comparación no se hace con los países comparables. No se mira a Argentina, Ecuador o Brasil. La comparación se hace con el paraíso. Y esa comparación no hay cómo ganarla. Así, por ejemplo, se escuchó mucho el miércoles respecto de lo injusto que es que el que cotizó poco reciba poco, pero todos los sistemas de reparto del mundo obligan a cotizar 30 o 40 años para recibir una pensión que no sea la mínima. Misma injusticia, pero con un culpable llamado Estado.
Presos de la borrachera, la ingenuidad o el fanatismo, cada vez más son los que creen que lo que le conviene a Chile —tal como los yihadistas— es ponerse un chaleco con explosivos, convencidos de que ello permitirá recibir siete recompensas, entre ellas 72 mujeres vírgenes y un palacio de oro…
Estamos todavía a tiempo de frenar la locura. Ya no el proyecto de las AFP, sino que de apretar el gatillo.