El funcionamiento de nuestro sistema político en el último tiempo revela problemas profundos. Muestra, primero, las dificultades de gobernar cuando el Presidente carece de mayoría en ambas cámaras y tiene baja aprobación. Segundo, muestra la incapacidad de los partidos de ordenar a sus huestes. Y, tal vez lo más grave, revela desconsideración por las reglas de parte de los parlamentarios, es decir, de quienes están llamados a definirlas, al punto que se habla de un parlamentarismo de facto.
La coalición de gobierno ha quedado fragmentada, lo que se agrega a una oposición que también venía fragmentada. La pregunta, para lo que viene, es cómo se hace política cuando el Gobierno, incapaz de dirigir la agenda, no funciona como gobierno; las coaliciones, incapaces de consensos internos, no funcionan como coaliciones; los partidos, incapaces de encauzar sus votos, no funcionan como partidos, y los parlamentarios, indiferentes a las reglas que los rigen, no funcionan como parlamentarios. Así las cosas, ¿quién se sienta con quién, a discutir cuál agenda?
Los incentivos a la popularidad irresponsable y al cortoplacismo han existido siempre. Ya en 1859 John Stuart Mill afirmaba que “en política es casi trivial decir que la opinión pública gobierna el mundo”. Es por ello que se busca, mediante reglas, estructurar la toma de decisiones públicas para que haya responsabilidades claras y contrapesos. Estas reglas no son meras formalidades que vale la pena saltarse cuando amerite; ellas son parte de la esencia de un Estado de Derecho, porque si los políticos pueden decidir cuándo someterse a ellas y cuándo no, su poder se convierte en arbitrario, impredecible y, eventualmente, excesivo.
No es casual que el último episodio tenga que ver con pensiones. Mientras estas han sido prioritarias para la gente por décadas, y por razones urgentes, ni este gobierno ni el anterior lograron avanzar con sus reformas. A los ojos del ciudadano medio, el debate político que acompaña la incapacidad de respuesta es sencillamente incomprensible. En tanto, la confianza en el Gobierno, el Congreso y los partidos políticos no llega al 5% (CEP, 2019). Parece cada vez más claro que las reglas del juego político hacen agua.
¿Qué hacer? Bueno, para eso están las constituciones, una de cuyas tareas fundamentales es definir las reglas que dan forma a la política. Ad portas de un proceso constituyente, debiéramos estar hablando de esto, y no solo de cuáles derechos se consagran: ¿Cómo alinear mejor al Gobierno y al Congreso para asegurar la gobernabilidad? ¿Cómo establecer mecanismos institucionales que permitan la resolución de conflictos graves? ¿Cómo hacer que quienes toman decisiones sean responsables de ellas? ¿Cómo fortalecer a los partidos? ¿Cómo fomentar la participación y la representación, y así mejorar la legitimidad del sistema?
El sector que más ha defendido la actual Constitución hoy es golpeado por su mal funcionamiento. Antes, les tocó a otros. La Constitución, entendida como las reglas de la política, debe cambiarse con urgencia. El desafío es enorme, pero no puede ser más importante.