Esta pandemia nos ha mostrado, desde diversos ángulos, las debilidades y las fortalezas de nuestro sistema de salud. Estamos todavía lejos de obtener los aprendizajes y conocer las lecciones que nos dejará el covid-19, pero ya podemos identificar al menos tres elementos que nos ayudan a pensar en el futuro del sistema de salud pospandemia.
El primero es que el cuidado y el tratamiento del paciente no dependen de una persona sola o exclusivamente de una profesión u oficio. En estos meses hemos constatado en carne propia la importancia del trabajo en equipo, y de reconocer el valor y la relevancia de cada uno de sus integrantes, independientemente de su profesión. Si cualquiera de ellos falla, no solo se ve afectado el pronóstico de ese paciente, sino el de todos sus compañeros de labor. Cuando se conversa con los profesionales que están en la llamada “primera línea”, esta es una de las conclusiones más importantes que ya se obtiene del trabajo clínico.
Esta dependencia mutua, donde no hay actores que puedan resolver un gran problema por sí mismos, también se aplica a la combinación entre la salud pública y la privada. Y ese es un segundo punto a relevar: ambos sistemas se necesitan mutuamente y el país requiere de los dos, especialmente en momentos difíciles. Hay aspectos que, por ejemplo, el sistema público hace muy bien, como es el conocimiento y trabajo con grupos poblacionales y su seguimiento para el control de patologías crónicas. En ese sentido, la capacidad de prevención y de aporte de conocimiento en casos de salud pública es incomparable. Los privados tenemos en ese ámbito un camino por recorrer.
Por el otro lado, en la medicina de alta complejidad, tanto desde su organización como de capacidad instalada, las clínicas privadas tenemos ventaja. Sin embargo, a raíz del covid-19 los hospitales están ampliando su capacidad para atender pacientes críticos, y ojalá a futuro exista una mayor dotación de especialistas y de capacidad de camas críticas en la atención pública, de manera de disminuir esa brecha.
Un tercer elemento que la pandemia nos ha recordado a todos es la fragilidad: tanto de la vida humana como de las instituciones. A nivel de las personas, por mucho tiempo hemos eludido la convivencia con la muerte, incluso nosotros que por nuestra profesión debiéramos estar más “acostumbrados” a ella. El fin de la vida es parte del día a día de los equipos de salud. Aceptarla y trabajar por una transición digna y con el menor sufrimiento es algo que debemos seguir desarrollando. En suma, la pandemia nos ayuda a reposicionar nuevamente los fines de la medicina, tal como el Hastings Center lo formuló en 1996, esto es: 1. La prevención de enfermedades y lesiones, junto a la promoción y la conservación de la salud; 2. El alivio del dolor y el sufrimiento causados por males; 3. La atención y curación de los enfermos, además de los cuidados a los incurables; 4. La evitación de la muerte prematura y la búsqueda de una muerte tranquila.
A nivel de las instituciones, hemos aprendido a revalorar la humildad, la necesidad de colaboración y apoyo entre las organizaciones, lo importante que es la construcción conjunta de un sistema de salud, evitando las confrontaciones. Es importante afrontar estos aprendizajes, muchos de ellos no exentos de dolor, con honestidad y disposición a mejorar y colaborar.
Cuando esto pase, tendremos la posibilidad de simplemente olvidar o mantenernos conscientes de lo que ocurre, dispuestos a aprender y abiertos a una relación colaborativa que nos permita hacerlo mejor la próxima vez.
Dr. Bernd Oberpaur
Médico Director Clínica Alemana