Dibujos de Hiroshima, de Marcelo Simonetti (1966), es una novela inusual, pero si examinamos la carrera de este autor, resulta que todo o casi todo lo que ha escrito es inusual: la excepcional y brillante
La traición de Borges; el notable relato
El fotógrafo de Dios, o la colección de cuentos
El abanico de madame Czechowska, son, sin excepción, libros inusuales, extraños, singulares, concebidos con notable pericia narrativa, oficio innato, real talento, independencia intelectual. Pese a lo anterior, Simonetti, que además es dramaturgo, cronista deportivo, creador de literatura infantil y juvenil, y quién sabe cuántas cosas más, parece un hombre bastante quitado de bulla, alejado de las candilejas, sencillo, accesible, todo lo cual podría estar en contradicción con una obra harto fantasiosa. Y no es así: el talante tranquilo y reposado suele prestarse para las imaginaciones fructíferas, desenvueltas, originales, incluso peregrinas.
El protagonista de
Dibujos de Hiroshima es Yasuhiro Nakata, chileno y porteño de tomo y lomo, cuyos ancestros son, evidentemente, japoneses. Gracias a una premonición, sus padres y abuelo emigraron a Chile en los años 30, antes de la Segunda Guerra Mundial y de la catástrofe nuclear que, en 1945, destruyó a esa ciudad, situada en el centro del archipiélago nipón. En verdad, los Nakata pensaban emigrar a Perú; sin embargo, por motivos fortuitos, siguieron de largo y se instalaron en Valparaíso, que de inmediato les fascinó al hallar que tenía forma de concha y, de una forma un tanto caprichosa, se veía muy similar a su entorno nativo. Yasuhiro nace, crece, se desarrolla entre nosotros, tiene una polola chilena, Alejandra, y todo indicaría que se va a casar, formará una familia y prosperará en calidad de catedrático u otra profesión que se le ocurra ejercer, especialmente en el campo de las humanidades.
Con todo, nuestro héroe tiene una obsesión, cuyo nombre es Ryu Nakata, su abuelo. Y quiere saber todo, absolutamente todo, lo relacionado con este pariente que ha fallecido sin dejar testimonios visibles de su trayectoria, salvo unas pocas cartas y uno que otro retazo, en los recuerdos de quienes le conocieron. La única forma de averiguar cuánto hizo o dejó de hacer Ryu es, desde luego, viajar a Japón y en concreto, a Hiroshima. De modo que Yasuhiro emprende la travesía y arriba a la nueva urbe, ahora un hermoso y floreciente puerto que, literalmente, ha resucitado desde las cenizas. Ahí lo recibe Satoru, un joven gay que será su compañero de correrías y lo paseará por los sectores más “turísticos” de Hiroshima o bien lo internará en los barrios pecaminosos. La figura central de esta aventura es Akiko, una bella, inteligente, desprejuiciada, irresistible muchacha, que habla perfecto español, unida a Yasuhiro por lazos de parentesco y de la cual parecería imposible no enamorarse.
Resumir siquiera una parte de lo que pasa en
Dibujos de Hiroshima es impracticable, aun cuando se trate de un volumen de escasa longitud. Prácticamente la totalidad de la historia transcurre en Japón: los personajes hablan, escriben y sueñan en ideogramas; las calles, parques, monumentos, estaciones y cuanto lugar público o privado existe son accesibles si uno puede leer esa lengua —hay exiguas concesiones a los extranjeros mediante ocasionales avisos en inglés—; en suma, sería preferible quedarse en la casa antes que ir a meterse donde la comunicación conduce a lo ininteligible.
En
Dibujos de Hiroshima, Simonetti muestra un virtuosismo carente de toda pedantería, utiliza una prosa clara, elegante, muchas veces poética y recurre a medios más bien convencionales —misivas, mensajes de texto, refranes—, aun cuando eficaces y convincentes. Bajo una apariencia simple, hay una profunda formación literaria y por cierto, una sólida cultura, que se nota en las incontables alusiones librescas, musicales, cinematográficas, pictóricas y de otro tipo, que permean este raro trabajo ficcional. En el fondo,
Dibujos de Hiroshima constituye un homenaje a la memoria, a la manera cómo la experimentamos, a la experiencia imborrable que significan los recuerdos, a las ceremonias y ritos indispensables en el diario vivir y, más que nada, al rumbo que toman nuestras existencias cuando llegamos a percibir que el presente y el pasado son indivisibles, puesto que, según lo expresa un haikú: “No queda alojamiento/ Adentro, brillan luces/ Afuera, sobra nieve”.