La imagen comienza en pleno aire: una hacha de mango largo cae sobre un trozo de leña, empuñada por una mujer que da un golpe y luego otro y otro más, mientras escuchamos de fondo el llanto de un niño y el rumor de un brasero. La cámara la sigue mientras camina hacia su choza y continúa con ella cuando ve, muy a lo lejos, la figura de un extraño con poncho y sombrero que la mira de vuelta. Inmóvil. Rosa Rivas —que ese es su nombre— acaba de encontrarse con el hombre que tiempo después la asesinará, a ella y sus hijos: Jorge del Carmen Valenzuela, alias el “Canaca”, el “Campano”, el “Trucha”, el “Chacal de Nahueltoro”.
La escena —una de las cumbres absolutas en la historia del cine chileno— no está cargada de ninguna emoción en particular. No adelanta la tragedia ni exagera el desamparo de estos desconocidos que, de algún modo, se reconocen en sus respectivas miserias. La del “Canaca”, nacido en casa ajena, lanzado al camino a temprana edad, y con ello al pillaje, la intemperie y el alcoholismo rampante, va siendo expuesta a retazos y tropiezos, a parrafadas y también en fragmentos, por un filme que se encarama como si nada encima de presente y pasado y que devuelve todo en clave de continuo andar, de movimiento sin descanso. La de Rosa, en cambio, se intuye de un solo golpe, expuesta de forma brillante por la cámara de Héctor Ríos, el montaje de Pedro Chaskel y la dirección de Miguel Littin: madre de un puñado de críos que se bate como mejor puede en su destartalada alquería, sujeta a las inclemencias del tiempo y a la buena voluntad (o mejor dicho, al descuido y mala memoria) del dueño de esas tierras; situada al margen de una sociedad que la declara como inexistente y que solo le abre las puertas después de muerta, convertida en material para titulares de prensa, un mero nombre al centro de una investigación, de un escándalo público que se “salda” con el ajusticiamiento del asesino, el 30 de abril de 1963.
A 50 años del estreno comercial del filme —un 4 de mayo de 1970, efeméride que pasó algo desapercibida en medio de la pandemia—, la lectura más recurrida sobre el filme continúa siendo en clave de denuncia, en particular hacia el sistema que detiene, condena y posteriormente socializa a Jorge del Carmen, antes de ponerlo frente al pelotón de fusilamiento; por entonces, cuando los detalles del caso (ocurrido en 1960) aún estaban frescos en la memoria de los espectadores, la crítica se centraba en la cruel ironía de educar a alguien y hacerle consciente de su condición de ser humano —“amansarlo”, al decir de los medios de la época— para luego fríamente apretar el gatillo. Lo que la cinta devuelve a su audiencia, en estos extraños días, es aún más inquietante y brutal: la educación que recibe este “chacal” en prisión se revela menos instancia civilizadora que virtual reformateo a la medida de quien lo imparte. En manos del profesor que le enseña acerca del heroísmo de los próceres, el sacerdote que le instruye sobre mandamientos y arrepentimiento, o los periodistas que reportean acerca de sus progresos en el encierro, Valenzuela semeja más un botín a repartir que una persona cabal. Todos, en principio, aportan su grano de arena para sacar a este sujeto del estado de naturaleza en el que lo encontraron; todos, al mismo tiempo, lo usan como conejillo de indias al que se le inocula su propia versión de las bondades y horrores del mundo exterior; ese que continúa como si nada, más allá de celdas, muros y barrotes.
Extraño andar, el de Jorge del Carmen Valenzuela; preso tan dentro como fuera de la “cana”. Libre solo al interior de esta película salvaje.