Pocas explosiones en el Estadio Nacional como la del sábado 4 de julio de 2015.
Cuando Alexis Sánchez venció con una derecha suave, lenta y eterna la resistencia de Sergio Romero, se acababa la maldición que atrapaba a nuestro fútbol. Chile campeón de América al superar a Argentina en definición por penales. Una copa sin dirigentes de la Conmebol, a esa altura liquidados por el FIFA Gate. Un torneo resuelto por los funcionarios locales, cuando Sergio Jadue caminaba al despeñadero e insistía en su inocencia, a esa altura insostenible.
El otrora locuaz presidente de la ANFP iniciaba su abrupta salida de un puesto al que nunca debió llegar. A cinco años de esa jornada inolvidable, terminemos con las tonterías. Nadie regaló ese campeonato y las versiones maledicentes, sobre una eventual digitación para ayudar a los pupilos de Jorge Sampaoli, forman parte de la galería de burradas que suelen escucharse en circunstancias límite.
Chile dio la vuelta olímpica porque fue un gran equipo, jugó bien, ofreció variantes, se sobrepuso al escándalo de Arturo Vidal, tuvo en Alexis Sánchez al estandarte silencioso que desde el juego marcó la ruta y la inteligencia de Sampaoli. En otros momentos, la irresponsabilidad de Vidal nos mandaba al precipicio, pero ese plantel era tan fuerte que ni siquiera una barrabasada como la del volante del Barcelona los hizo extraviar el foco.
La Roja sufrió, como suele ocurrir en los clásicos del Pacífico, con el orden y manejo peruanos en la semifinal. En la cita definitiva disputó un partido sin fisuras ante los trasandinos. El conjunto de un no reconocido Gerardo Martino llegaba embalado por una gran actuación frente a Colombia, a pesar del empate 0-0, y la goleada sobre Paraguay en semifinales. En los papeles era superior, con Lionel Messi a la cabeza. Ahí radica la grandeza de ese cuadro de Sampaoli: hizo un cotejo redondo con la selección que el año anterior perdió de manera inmerecida la final del mundo con Alemania en Maracaná.
Ese atardecer, con un prólogo lacerante por la inesperada muerte de Carlo de Gavardo, se instala en la memoria colectiva de un país que esperó demasiado por la gloria en el deporte que adoptó como mayoritario. La promesa autoimpuesta en la zona mixta del Mineirao, luego de ser eliminados por Brasil desde los 12 pasos en el Mundial de 2014, se cumplía.
El grupo que moldeó Marcelo Bielsa desde septiembre de 2007, con la gira a Japón y Corea de Sur en el verano de 2008 y el “Esperanzas de Toulon” de esa misma temporada, daba el salto mayor. Es cierto que los entrenó Sampaoli, nadie le quita el mérito; por el contrario, dirigió de manera extraordinaria, pero no se explica el fútbol chileno de la última década sin la mano e impulso del rosarino.
En 2016 vendría la Copa Centenario y el dato contundente para refrendar que la consagración en Ñuñoa respondió al esfuerzo de los jugadores y su cuerpo técnico, aunque las fantasías de los delirantes se atribuyan algo que no les pertenece.